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Espartero. Su pasado, su presente y su porvenir 5/5

V
El Porvenir

La misión de Espartero no puede concluir sino con él. En cualquier parte que se halle, cualquiera que sea la posición que ocupe, será Espartero el centro de todas las miradas del gran partido nacional; la expresión, la síntesis de este partido; el reflejo de todas las opiniones de libertad y progreso que tienden hoy más que nunca a combinarse, a mezclarse, a fundirse en una sola; el punto de confluencia donde han de ir a parar todas las miras individuales para sostenerse mutuamente y convertirse en un pensamiento común. Las ideas mas vagas de la multitud van a buscar en Espartero una fórmula; en él van a buscar las teorías personales la debida convergencia para confundir en una sola lo que cada una de ellas tiene de adaptable. Un partido como el progresista, que no aspira mas que a la libertad y a la independencia de la patria y al progreso de la humanidad en general, carece de la unidad característica de las pandillas, de esa unidad que no se encuentra en los que dirigen sus fuerzas individuales al interés de la comunidad, sino en los que dirigen las fuerzas de la comunidad a sus intereses individuales. El lazo más poderoso que une entre sí a los enemigos de la libertad es el egoísmo, y como han debido necesariamente carecer de este lazo los que constituyen el partido del progreso, han tenido necesariamente que buscar otro. Ellos saben que para ser fuertes han de estar unidos, y la conciencia de esta necesidad les ha hecho pensar a todos en un vínculo a que todos se sometiesen voluntariamente, sin que nadie quisiera romperlo. Este vínculo es Espartero; existiendo Espartero, no podían los liberales buscar otro.

Si ahora, pues, se nos pregunta cuál es la significación política de Espartero, diremos que Espartero significa la unidad del gran partido liberal. Esta significación la debe a su popularidad, y su popularidad a sus hechos y también a su misma procedencia. Espartero es popular, porque como Franklin, como Washington, ha salido de la clase del pueblo, de esta clase tan vilipendiada como generosa, que ha derramado su sangre para conquistar unas instituciones que no le dan ningún derecho; es popular, porque hasta sus blasones y títulos aristocráticos los ha adquirido defendiendo al pueblo, y no vendiéndole; es popular, porque desde la inmensa altura a que le ha elevado su propio mérito, no ha escupido jamás desdeñosamente al pueblo, de cuyas filas ha salido, como tantos otros que cuando por medio de la intriga logran abrirse paso hasta los salones de los magnates, se avergüenzan de su humilde extracción, en lugar de avergonzarse de sus hechos, y procuran hacer pedazos la fe de bautismo en que consta su oscuro origen; es popular, porque pudiendo optar entre los favores de la aristocracia y el amor del pueblo, optó por este último, y supo prescindir de todos los títulos, honores y condecoraciones que había comprado con su sangre cuando se quiso convertir sus galardones en compromisos que le obligaban a encadenar su patria; es popular, en fin, porque ha estado constantemente tan identificado con el pueblo, que sus victorias y sus caídas han sido siempre las victorias y las caídas del pueblo mismo. La popularidad de Espartero no es pues usurpada; la posee mas que ningún otro, porque más que ningún otro presenta títulos legítimos para poseerla.

Pero las causas de esa popularidad importan poco; lo cierto es que la tiene, y aunque no encontrásemos motivo alguno a que atribuirla, ella sola bastaría para darle la significación política que sus adversarios se han atrevido a negarle contra lo que les dicen sus propias convicciones.

Los distintos individuos que componen el partido progresista no están todos conformes mas que en el objeto que se proponen conseguir. El objeto es común, pero no son comunes los medios que tratan de emplear para llegar a él. Algunos lo esperan todo de la fuerza de las circunstancias, que son más poderosas que los hombres, e inspirándoles confianza la santidad misma de la causa que defienden, creen que por más que permanezcan inactivos e inermes, esta causa triunfará por sí sola. Otros buscan en la discusión pacifica, ejercida en la prensa y en la tribuna, la victoria que otros consideran solamente asequible en otro terreno, y piensan que mientras quede un vestigio de libertad, mientras un átomo del pensamiento humano tenga un solo intersticio por el cual revelarse, por el cual salir con más o menos pena, con más o menos facilidad, será suficiente este átomo para mantener viva la fe del pueblo y vivo también el entusiasmo a favor de la libertad en todos los corazones honrados. Pero todos, aunque por distintos caminos y con paso diferente, marchan a un mismo fin, a un fin único, a un fin exclusivo; todos en último resultado no aspiran mas que a la libertad, no mas que a la conquista progresiva de los derechos del pueblo. ¿Cuál es de esos caminos el menos peligroso? ¿Cuál es de esos medios el más adaptable, el más pronto, el más seguro? Cada cual da la preferencia al suyo, porque es suyo, y de aquí nace la dificultad de mancomunar todos los esfuerzos como lo exige el triunfo. Tal vez todos los medios serían buenos si adoptásemos todos indistintamente cualquiera de ellos; pero todos son malos si los unos adoptan uno y los otros adoptan otro; siendo las acciones múltiples, por su falta de unidad se neutralizan mutuamente. Nosotros no adoptamos ni proscribimos ninguno de los medios que con un exclusivismo absoluto han sido ciegamente adoptados y prescritos por otros para llegar al término de nuestros comunes deseos. Creemos, y ya en la actualidad creen todos lo mismo, que las circunstancias son las únicas que deben determinar la conducta que en lo sucesivo ha de seguir el partido progresista, y que para que este cobre la debida organización es menester que encomiende a uno solo la apreciación de estas circunstancias. El índice del pueblo ha señalado instintivamente la persona a quien puede encargarse esta misión difícil. Esta misión es la misión de Espartero. Cualquier otro a quien se confiase tendría en contra todos aquellos hombres de quienes no adoptase los medios que creen ellos ser los mejores, y no conseguiría establecer en las huestes del progreso la subordinación y la disciplina. Solo Espartero que es querido de todos, respetado de todos, puede ser obedecido de todos. Para hacer lo que él puede hacer se necesita su popularidad. Su popularidad lo es todo para el partido progresista, y por eso hemos dicho que poco importan, con tal que la tenga, las causas a que se debe. Estas causas las conocemos; son poderosas, y a las que hemos enumerado pudiéramos añadir el odio que le tienen los enemigos del pueblo. Aunque fuese impopular, son tan impopulares sus detractores, que las antipatías que estos le manifiestan bastarían para popularizarlo.

Cuatro años hace que en un momento de vértigo muchos de los que más habían admirado al libertador y pacificador de España se declararon sus contrarios y pugnaron para derribarle, creyendo que la libertad no quedaría sepultada debajo de las ruinas de su regencia. Cuatro años eternos de reacciones y venganzas, cuatro años interminables dedicados exclusivamente a volver infructuosas y estériles todas las conquistas que había hecho el pueblo en el terreno de la libertad, han sido, a la vez que un escarmiento terrible, una lección saludable que nos enseñará a ser más cautos en lo sucesivo y a desprendernos del orgullo y las pasiones que nos cegaron un día para no dejarnos ver la importancia de los hombres y la trascendencia de las cosas. Ahora ya no hay progresista que no conozca que en el año 43 Espartero era una necesidad de nuestro partido; que Espartero había formado con la libertad un cuerpo común en que cualquiera solución de contigüidad era imposible sin la destrucción del todo; que querer derribar a Espartero sin derribar la libertad era un absurdo, como hubiera sido un absurdo querer derribar la libertad sin derribar a Espartero. Ahora que desengaños amargos y una larga expiación de nuestros errores nos han convencido de lo que vale el hijo de Granátula, más aún que los recuerdos de su gloria escritos por su espada y con su sangre en dos continentes, no solo buscamos en él un jefe, sino que también una bandera. Cuando en un hombre se concentran las simpatías de todo un partido, este hombre es algo más que un caudillo, es un símbolo, solo cuando las ideas de la multitud hallan uno que las simbolice, tienen la unidad y la fuerza que hace de todas un sistema. En la actualidad no se concibe en España un esparterista sin ser liberal, ni un liberal sin ser esparterista. Los liberales hemos tomado a Espartero por símbolo de nuestras creencias políticas, como los cristianos tomamos la cruz por símbolo de nuestras creencias religiosas.

Aunque nada mas pudiéramos prometernos de Espartero que hallar en él el punto de reunión de todos los deseos de los progresistas, para que desde él marchasen convergentes a nuestro común objeto; aunque no buscásemos el poderoso auxilio de sus desinteresados consejos y de su espada vencedora; aunque Espartero no fuese un héroe, ni siquiera un general, ni siquiera un hombre, con tal que fuese como es ahora el centro común de todas las opiniones, hasta de las más aisladas, de nuestro partido, sería indudablemente la garantía más segura de nuestra victoria y de nuestro dominio en el porvenir. Si en este momento dejase de existir, concentrados en sus glorias nuestros recuerdos, agrupados en su tumba nuestros sentimientos, permaneceríamos unidos por la sola fuerza de su prestigio, que sin duda alguna ha de sobrevivirle, y su nombre sería el emblema de nuestra unión como lo es ahora su persona. Desde que el ilustre proscripto ha vuelto de su emigración, ninguna parte ha tomado en la lucha de los partidos; apenas habrá dedicado una mirada de indiferencia a las cuestiones que se agitan en el campo de la política militante, y sin embargo ha hecho, tal vez sin pensarlo, a favor de la libertad lo que tal vez solo él hubiera podido hacer; su presencia ha reanimado el espíritu público, ha despertado el entusiasmo, ha generalizado las esperanzas y ha conseguido dar a las miras individuales un punto de confluencia común para que tuviesen también común un punto de partida. ¿Qué mas necesitaba la libertad para triunfar que la unión de los liberales? ¿Qué mas nos pedía que el sacrificio de los resentimientos particulares ante las aras del interés común? La presencia del pacificador de España nos ha inspirado este glorioso sacrificio, y su ejemplo y su voz han alentado a los menos dispuestos a consumarlo. Ha hablado a todos un lenguaje de reconciliación, lo mismo a los que le empujaron hasta el Malabar, que a los que fueron fieles a su causa en aquellos momentos de prueba; a todos indistintamente los ha abrazado y en todos ha fundado sus esperanzas para la reconquista de los derechos del pueblo. El, el mas agraviado, ha dado las primeras pruebas de abnegación y de olvido, ¿podía alguno dejarle de imitar? Le hemos imitado todos y nos hemos unido todos. ¿No es eso haber triunfado? ¿No es nuestro partido el más numeroso, el que tiene el apoyo de la razón y la justicia, el que marcha de acuerdo con el espíritu del siglo y el interés de la humanidad? ¿No es pues haber triunfado habernos unido?

Espartero nos ha unido; algo más, sin embargo, esperamos los progresistas del ilustre campeón de la libertad española. Hemos dicho que un hombre en quien se concentran las simpatías de todo un partido no solo es un jefe sino un símbolo. Ahora debemos decir que cuando un hombre que representa un partido está dotado como Espartero de valor, de honradez y de inteligencia, no solo es un símbolo sino un jefe. Algo más tenemos en Espartero que un nombre que invocar; tenemos un caudillo que nos conduzca. Algún día el que afianzó el trono constitucional de la que actualmente lo ocupa, podrá penetrar hasta sus gradas a pesar de los pesares, y presentarse a la Reina con todos los títulos que le dan para ser creído sus eminentes servicios. La Reina quiere a su pueblo, y Espartero será el fiel intérprete de los deseos del pueblo, y caerá la barrera de cortesanos, hoy interpuesta entre la nación y la persona augusta que acallaría bondadosa sus quejas si pudiera oírlas. El país sufre, porque la Reina no sabe que sufre; es esclavo, porque no llega a los oídos de la Reina el rumor de sus cadenas; está extenuado y hambriento, porque la Reina no sabe que absorbe toda la sustancia pública la codicia de sus opresores. Espartero algún día hará saber a la Reina lo que la Reina ignora; le dirá que la nación carece de un gobierno compuesto de personas cuyos antecedentes siempre liberales sean la primera garantía de la conservación de la libertad; le dirá que faltan a su rededor personas dotadas del suficiente prestigio para inspirar confianza al país y sostener y completar en un sentido más liberal las reformas comenzadas, asegurando a la libertad y al trono el apoyo de todos los intereses identificados con dichas reformas; le dirá que la nación necesita un gobierno que reformando el sistema de hacienda nivele en lo posible los gastos con los productos y regularice equitativamente la satisfacción de los primeros; le dirá que la nación tiene derecho a prometerse un gobierno, que proscribiendo el sistema de suspicacia y persecución que pesa sobre una considerable parte de buenos ciudadanos, procure que todos los que cumplan con los deberes que prescriben las leyes, disfruten ampliamente de los derechos que las mismas les concedan; le dirá que la nación anhela que se respete la seguridad personal, que el poder judicial sea independiente, y que la magistratura salga de su estado de postración y deje de ser juguete de los caprichos de un ministro cualquiera, que atropellando la ley fundamental, quiera tener en su mano la justicia, es decir, la propiedad, la honra y la vida de todos los españoles. He aquí lo que quiere la nación, de cuya voluntad algún día podrá constituirse delante de la Reina intérprete el mas legítimo el general Espartero. La Reina no sabrá sin conmoverse que sus mas leales servidores están sumidos en la indigencia, y que muchos de los que la combatieron empuñan hoy las armas arrancadas ignominiosamente de las manos de los que salvaron su trono.

Y aun así no se habrán cumplido los grandes destinos de Espartero. En la lucha que empieza en Europa, tiene Espartero un puesto señalado, tiene que concluir su misión providencial. A la alianza de los reyes absolutos y de los que se empeñan en serlo, se opondrá bien pronto la santa alianza de los pueblos. La Francia acaba de adicionar su magnífica epopeya con otras tres grandes jornadas; el Portugal va a sacudir el yugo de sus impudentes oligarcas; la Italia se levanta como un cadáver resucitado; la Suiza rompe las cadenas de una teocracia sangrienta antes de dar tiempo a los déspotas de acabarlas de forjar; la luz de la civilización se abre paso en todas partes y penetra hasta en la Turquía, sumergida ayer en profundísimas tinieblas; la Grecia evoca antiguos recuerdos, y pide a la libertad la reconstrucción de su nacionalidad y de su gloria, y hasta en el corazón mismo de las monarquías absolutas se ha extravasado una nueva sangre que hace latir con fuerza sus arterias. La Europa contrae a la vez todos sus músculos; un sacudimiento unánime se prepara, una guerra general como el diluvio. ¡Oh! esta guerra será santa. El espíritu de libertad recorre todos los nervios del cuerpo social, a la manera de una corriente galvánica. ¿Qué nación, qué miembro de este gran gigante que se llama Europa permanecerá impasible, estando colocado entre los polos de la pila y en contacto con ella? La tiranía admite el reto; los combatientes aprestan sus fuerzas; la batalla será decisiva. ¡España! tú estás también alistada en ese grande ejército en que cada pueblo es un soldado con millones de brazos. Tú desde mucho tiempo has sentado plaza en el ejército de la libertad; ahora vas a apoyar tu libertad en la libertad de los otros, y la de los otros en la tuya; la libertad no cabe en un pueblo solo; la libertad, como Dios, ha de llenar el mundo.

¡España! ¿quién te ha de conducir a la lucha en ese gran día que se acerca? La espada del héroe de Luchana no permanecerá dormida en la vaina; el estrépito del choque la despertará, y su brillo te guiará como una estrella en medio del polvo y del humo y del estruendo de un mundo que se reedifica.

El porvenir de Espartero va envuelto en el porvenir del pueblo, porque el porvenir de Espartero se funda en la libertad del pueblo, y el pueblo cifra en Espartero las esperanzas de su libertad. Es símbolo el uno del otro; todo ha sido hasta ahora, todo será en lo sucesivo común en ellos, las victorias y las derrotas. Los que no adivináis cuál es el porvenir del pacificador de España, o no conocéis los vínculos que le unen al pueblo, o tan ciegos sois que no veis que el pueblo tiene escrito en el porvenir su triunfo. El porvenir del pueblo es la libertad, el de Espartero la inmarcesible gloria de ser el que más haya contribuido a ella.

Espartero. Su pasado, su presente y su porvenir 4/5

Quince días en Madrid

No entienden los moderados
por más que el ingenio agucen,
el motivo que les causa
tan horribles pesadumbres.

Ponen mil medios en juego:
incienso y oro consumen
para elevar a sus ídolos,
aún más allá de las nubes.

Pero sus cuidados todos
efecto contrario surten
en ese pueblo ultrajado
que de los hierros se aburre.

Y aunque en proyectos de gloria
su pobre mollera estrujen,
y aunque al halago recurran
y aunque con oro deslumbren;

jamás extinguir consiguen
la mirada torva y fúnebre,
que el odio y desprecio explica
de la inmensa muchedumbre.

Han visto mil desengaños;
han visto que cuando suben
al poder por uno de esos
golpes de intriga o de embuste;

del pueblo el rostro risueño
un velo siniestro cubre,
y con rugidos de fiera
maldice el yugo que sufre.

Entran en Madrid los ídolos,
escoltados por franchutes,
de ese bando intolerante
que tantas víboras nutre;

y en los pueblos y en la corte
nadie su curso interrumpe,
con entusiastas acentos
que sus fatigas endulcen.

Solo el mortífero bronce
para las fiestas consume,
por todo incienso en albricias
carbón, salitre y azufre.

No es extraño; el pueblo sabe
que aunque le mimen y adulen,
los que aversión le profesan
como el demonio a las cruces,

son siempre sus enemigos
que planes inicuos urden,
para venderle y uncirle
al carro de los Monsiures.

Los moderados no obstante
de inteligentes presumen,
y a otras razones la causa
de este silencio atribuyen.

Juzgan al pueblo cansado
e indiferente, ya triunfen
los que su causa defiendan,
o los que su nombre insulten.

Creen que en su pecho entibiado
ningún efecto producen
los recuerdos de Setiembre
ni las victorias de Octubre.

Y por tanto a los que vienen
no es mucho que no salude
sin mirar si sus banderas
son encarnadas o azules.

Pero apenas en la corte
se halla un general ilustre;
y de Espartero la vuelta
por todos los barrios cunde,

ven los pobres moderados,
aunque impedirlo procuren,
que ya en la apagada hoguera,
vuelve a renacer la lumbre.

El Pueblo por todas partes
a ver a su amigo acude,
sin que el impulso mezquino
del egoísmo le impulse.

Quiere ver a su caudillo,
que así su esperanza cumple;
quiere saludar al héroe
con acentos no comunes.

Quiere mostrar su alegría
que santo respeto infunde
de entusiasmo y de consuelo
vertiendo lágrimas dulces.

En vano los moderados
por las calles distribuyen
sus espías tiburones,
y sus esbirros atunes.

En vano inundan las calles
por ver si el Pueblo se aturde
cuando de la nueva aurora
el astro fulgente luce.

El pueblo de gozo henchido
sin peligro que le asuste,
de las forjadas cadenas,
quiere acabar con el yunque.

Y a los siervos despreciando
que de ira y vergüenza rujen
concurren por todas partes
a ver a su amigo el Duque.

–––

Era de ver al bando miserable
(y gracias puede dar si así le tildo)
que el naufragio creyendo inevitable
citó todos sus jefes a cabildo.

Esos que juzgan alcanzar la gloria
y no temen correr riesgo ninguno
cuando llevan ganada la victoria:
esto quiere decir, diez contra uno.

Esos desaforados mamelucos
que porque el miedo su poder no merme
llevan sables, pistolas y trabucos
para vencer al ciudadano inerme.

Esos Aquiles (sí; de yeso mate)
esos bravos (perdonen el capricho)
esos hijos del Cid (¡qué disparate!)
esos héroes, en fin, (aunque es mal dicho).

Esos cuyo renombre desde el Norte
quisieran extender al otro polo…
casi trataron de dejar la Corte
al ver entrar en ella… un hombre solo.

«Un hombre nada más, y basta y sobra;»
exclamaron gruñendo como alanos,
viendo de su gaznate con zozobra
que el turrón se les iba de las manos.

¡Hurra! ‘hurra, cosacos del desierto!
de vuestras fauces el turrón se ahuyenta:
el peligro es mortal ¡el riesgo cierto!
¿consentiréis en tan horrible afrenta?

No; ya lo sé: conozco vuestra saña
cuando el turrón defiende mal ganado:
si se tratara de salvar a España,
quizá no se encontrara un moderado.

Quizá, para saciar vuestro apetito,
con tal de que os mataran la gazuza,
no respondiérais de la patria al grito
aunque en Madrid entrara el moro Muza.

Pero el turrón perder siendo potentes!!!
pero dejar por siempre la pitanza…!!!
a la vagancia acostumbrar los dientes!!!
a sus delicias renunciar la panza…!!!

¡Imposible que el chasco se aguantara!
Eso sería atroz y hasta terrible.
No puede ser, porque… la cosa es clara,
porque no puede ser, si es imposible!

En efecto, entregarse no era justo;
forjaron, en efecto, su proyecto;
y en efecto la presa de su gusto
a salvar se prestaron, con efecto.

Allí ya no hubo jefe ni vasallo
para inmolar al liberal caudillo.
Uno propuso un plan con voz de gallo
y otro lo defendió con voz de grillo.

Pónese a votación, nadie se atranca,
que están unidos, como yerno y suegra,
cada cual entregó su bola blanca,
uno echó solamente bola negra.

Y este, que se preciaba de hombre recto,
era el autor, un pobre miserable,
que pensó más despacio en su proyecto
y lo encontró, sin duda, detestable.

Pero, en fin, se aprobó lo que él dispuso
y aun le dieron las gracias con lisonja:
entre buenos amigos lo propuso
para andar con escrúpulos de monja!…

El presidente, a quien el hambre acecha,
levantó la sesión, que es su derecho.
No me acuerdo a qué hora ni en qué fecha,
que esto no es esencial, vamos al hecho.

–––

El hecho es que la impericia,
de los esbirros, notoria,
no fue a su causa propicia,
pues pronto llegó a noticia
del Duque de la Victoria.

Supo el general la maña
con que, dóciles cabestros,
iban a probar su saña
los enemigos siniestros
de la libertad de España.

Supo que en causar suspiros
cifran su dicha y su gloria
los miserables vampiros,
que hacen blanco de sus tiros
al Duque de la Victoria.

Supo que el pueblo en exceso
detestaba a sus rivales
y no temblaba por eso
en exponerse a un suceso
de consecuencias fatales.

Que el pueblo sabe querer
y tiene buena memoria,
y dará si es menester
su vida por defender
al Duque de la Victoria.

En riesgo tan inminente,
aunque sin temor alguno
por sí, calculó prudente
lo que era más oportuno,
es decir, más conveniente.

Que aunque él no sabe temblar,
como lo prueba su historia,
ver no quiere atropellar
al pueblo por un azar
el Duque de la Victoria.

Y burlando la intención
de tanto servil retoño,
ara impedir la traición
marchóse a ver la función…
al teatro de Logroño.

Con lo cual los mostaganes
que andar pueden a una noria,
vieron tras de mil afanes
echar por tierra sus planes
el Duque de la Victoria.

Así el bando moderado
terminando su querella,
pudo decir sosegado:
¡gran victoria hemos ganado!
tal general hubo en ella.

Dábanse por las paredes,
que fue su paz transitoria;
y su fortuna ilusoria
de pescar entre sus redes
al Duque de la Victoria.

–––

Empezóse a decir por la mañana
que iba al Circo Espartero, y de alegría
reventaba la chusma cortesana
viendo cercano el golpe que se urdía.
Como frailes al toque de campana
juntóse a una señal la policía,
sacando cada cual uñas de gato
al verse en torno de su jefe el chato.

¿Habéis visto un concurso de camellos?
Imaginadlo bien, que es oportuno
para ver los que en torpes atropellos
trabajar ofrecieron de consuno.
Bien retratar quisiera a todos ellos
sus gestos dibujando uno por uno;
pero me arredra un poco esta tramoya,
digna por cierto del pincel de Goya.

Era el jefe una triste criatura
de buena longitud, pero tan flaca,
que a no ser algo grande, en la estatura,
creyérale cualquiera una espinaca:
las patillas en forma de herradura;
las piernas cada cual como una estaca;
boca que calza un pan con desahogo,
pero tiene nariz de perro dogo.

Es el segundo un mozo muy ladino,
grueso y rubio, que inspira antipatía;
con más barbas que un padre capuchino
y una sal de ¡Jezúz! ¡Virgen María!
De pistolas y sables el indino
lleva siempre consigo una armería;
porque anda a la canalla persiguiendo
y, en fin… porque es un hombre mu tremendo.

Mozos son los demás de pocos bríos,
cada cual el peor de cada casa.
Una tribu parece de judíos,
que donde pone el pie todo lo arrasa:
y en fin, calcule bien, lectores míos,
vuestra penetración, que no es escasa,
cuál será el pelotón de mequetrefes
para servir con semejantes jefes.

Avezado a la suerte del amurco
el jefe se abrazó con cada bicho:
aquel largo pendón, cara de turco
en cuyo cementerio muestra el nicho
porque en vez de nariz ostenta un surco.
Este alzando la voz, según me han dicho,
dijo cosas muy nuevas en el orbe,
a guisa del que a un tiempo sopla y sorbe.

«Camaradas, gritó, del enemigo
conocéis como yo las intenciones;
cuento con vuestros brazos y me obligo
a que nunca levante sus pendones:
si queréis la opresión, venid conmigo
a matar en el Circo flamasones.
Perezca para siempre esa calaña
que quiere libertad para la España.

Hoy va Espartero al Circo, es consiguiente
que el pueblo para darnos pesadumbre
mostrar pretenda su entusiasmo ardiente
con los vivas y aplausos de costumbre.
Pronto será una hoguera el continente
si apagar no sabemos esa lumbre,
y esa hoguera por cierto es muy temible
porque somos materia combustible.»

Esto diciendo el chato viperino
repartió a cada cual una luneta,
un par de magras, un porrón de vino,
una libra de pan, y una peseta.
Entregó a cada cual en el camino
un sable, un arcabuz y una escopeta;
un inmenso pertrecho de metralla,
y partieron al campo de batalla.

Era el plan como sigue: en el instante
de llegar Espartero, desde luego
mostrando la alegría en el semblante
el pueblo todo de la patria al ruego,
saludaría al general triunfante.
Dábase a la sazón la voz de ¡fuego!
y caían a un tiempo espectadores,
niños, señoras, músicos y actores.

Grande la entrada fue, no se trabuque,
grande fue el peloton… de policía;
bufaban todos esperando al Duque
para mostrar su arrojo y valentía:
de su esperanza naufragaba el buque
porque el hombre esperado no venía,
y el proyecto sangriento fracasaba
porque el hombre esperado no llegaba.

La función entre tanto iba siguiendo
y el pueblo ni aplaudía ni silbaba:
en aquel espectáculo tremendo
solo el silencio del dolor reinaba.
Los esbirros se estaban deshaciendo
porque el hombre esperado no llegaba,
y el pueblo rebosaba en alegría
porque el hombre esperado no venía.

Llegó el fin, las torcidas se apagaron;
cada cual desfiló por su sendero:
los músicos y actores se marcharon
y en un acto tan crítico y severo
los esbirros el campo abandonaron
porque en vano esperaban a Espartero,
que sabiendo sus tramas infelices,
les dejó con un palmo de narices.

La intriga que el invierno preparaba
debió dejarse ya para el otoño,
que el hombre que en el Circo se esperaba
iba andando camino de Logroño.
¿Cómo la policía lo ignoraba?
¿Cómo es tan torpe el pelotón bisoño?
Porque tener no puede buen olfato
un jefe sin nariz, un hombre chato.

Espartero. Su pasado, su presente y su porvenir 3/5

III
La vuelta del proscripto

Lleno todavía de las gratas emociones que había producido en él la lisonjera recepción que le había dispensado la reina de Inglaterra, salió el Duque de Southampton el día 30, en un vapor de la compañía de Heredia, en Málaga. A poco de haber dejado el puerto sobrevino un ligero temporal que retardó su viaje algún tanto. A pesar de esto, el 4 de enero a las tres y media de la tarde, desembarcó en San Sebastián.

Los hombres vulgares no comprenden a veces el amor que inspira la patria: el reducido círculo de la familia, el valladar del cercado dentro del cual llevan una vida salvaje, les basta a ellos para sus pesares o para sus alegrías; pero conforme se va saliendo de la esfera mezquina del individuo que se aísla en sus propios intereses, se va entrando en un campo más vasto de comunidad y vida. El hombre entonces no necesita solo para gozar que los bienes vengan a refluir parcial y aisladamente sobre su corazón: allí quedarían como aguas estancadas si la expansión del alma en sociedad no las hiciese refluir a otras tierras que fecundan. Así se forman mil lazos invisibles que nos retienen poderosamente a la tierra en que vivimos. Nuestros pensamientos, nuestras obras, nuestras costumbres y hasta nuestros caprichos, todo se subordina a la ley general que nadie sabe quién impone, pero que todos aceptan. Arrancarnos, pues, de este centro a que nos llaman todas las inclinaciones de nuestra vida, es lo mismo que sacar a los habitantes del mediodía de los templados aires de su zona, para trasladarlos a las regiones polares donde el frío helaría su sangre.

La patria no es, pues, solo el terruño en que vivimos, es la sociedad, es la nación con cuyas esperanzas y temores nos hemos ido formando. Cuanto mayor es el círculo que abraza el individuo en su trato social, mayor es también el apego que siente a la sociedad en que vive. Así pues, cuando los hombres han llegado como Espartero a verse colocados por el amor del pueblo en uno de esos puestos elevados desde los cuales se abraza a la vez con una mirada la vida de una gran nación, si la vanidad no ha cegado las fuentes de sus simpatías, cosa frecuente entre los hombres flacos de espíritu y de voluntad, la vida individual resulta no tanto de la acción propia como de la acción combinada que ejerce en nosotros el movimiento en general de la sociedad que nos rodea. Los mil ojos del alma están abiertos a la vez para ver y compadecer los pesares de los que sufren o para cantar y glorificar las alegrías de los que ríen. La sociedad entonces más que la patria es la familia: en cada hombre que encontramos en ella, vemos un hermano que sufre o un hijo que goza.

Napoleón en Santa Elena no pensaba tanto en la gloria y en la grandeza que había perdido, como en aquel pueblo francés de que la tiranía le rechazaba. «Yo deseo descansar, decía en su testamento, como la esperanza más lisonjera, que le quedaba al morir, en medio de ese pueblo francés que tanto he amado.» Así Espartero también: cuanto había perdido en su caída del elevado puesto a que el voto nacional le encumbró, era nada comparado a la agonía que le hacía sufrir el apartamiento de una patria a cuya felicidad desde sus primeros años se había consagrado. Por eso también Espartero en los primeros momentos de desahogo que le dejó el entusiasmo y el amor general que por todas partes produjo a su llegada al suelo patrio, no hacía más que repetir en el seno de sus amigos las palabras siguientes, que encierran todo un mundo de amor y de reconocimiento. «Mientras he estado en la emigración, decía el ilustre proscripto, mi mayor, mi único sentimiento ha sido vivir lejos del pueblo español: ahora que me hallo en su seno, me sería ya indiferente morir.» Ya lo hemos dicho en otra parte: si hay algún héroe popular en la historia, ese héroe es Espartero. Así como otros se han propuesto por término y fin de sus acciones el engrandecimiento personal, el logro de riquezas, de laureles o de vanidades; así Espartero no ha pensado ni ha vivido nunca más que para consagrarse a la gloria y defensa del pueblo en cuyo seno ha nacido. El amor al pueblo: he aquí la pasión de su vida. Con esta clave de su corazón en la mano se pueden explicar todos los actos de su larga carrera: sus mismos contratiempos los debe a esa pasión que sobre todas domina su alma. Si él se hubiera consagrado más a la adulación de los grandes; si hubiera sido algo más flexible en lo de dar ancho cauce a la realización de los deseos e influencia de naciones extrañas que querían meter mano en los negocios de la nuestra; si en vez de consagrarse al bien y felicidad del pueblo, de ese pueblo pobre, pero honrado, que nada le puede dar sino amor y gratitud, hubiera tratado de adular las pasiones de los ricos; si cuando combatido ya hubiera querido mostrarse airado y fuerte y herir a diestro y siniestro sobre las cabezas de todos los que por la seducción o por el error andaban por el camino de la rebelión y de la intriga; si entonces, decimos, hubiera querido anegar en sangre los primeros asomos de descontento y alevosía, fácil, muy fácil le hubiera sido mantenerse en su puesto hasta que por la Constitución hubiera sido llamado a resignarlo en las manos supremas. Pero para obrar así Espartero necesitaba recurrir a la violencia y al estrago, necesitaba no ver los padecimientos del pueblo, que es el que al fin y al cabo sufre más en los vaivenes y en las conmociones políticas. Por esto pues, sacrificó el amor propio y la vanidad de su persona, a los pies de ese ídolo, santo y legítimo, que ha reclamado siempre las mejores aspiraciones de su corazón.

Más diremos aún. Los enemigos del general Espartero han querido significar su pequeñez de alma y de genio, por medio de la conducta que ha observado en su marcha hasta Madrid. «Con su popularidad y prestigio, han dicho, debía haber intentado otros Cien días.» Algo más apegados deben estar a las vanidades del amor propio los que tal dicen de ese mismo Espartero que tratan de deprimir. Si Espartero no hubiera mirado más que a su gloria, tal vez le era fácil, muy fácil, haber intentado con éxito otro movimiento parecido al del héroe francés. La agitación y entusiasmo que su presencia y su nombre han producido de uno a otro extremo de la península, dicen demasiado lo que él puede esperarse del pueblo español, el día en que, enarbolando la bandera de la libertad le diga: aquí está el peligro. Pero preciso es conocerlo: Espartero sabe demasiado lo terribles que son los arranques revolucionarios, para ser él el que vaya a desatar el comprimido enojo. La sangre que se derramase por sobre la haz del pueblo español, emponzoñaría para él todos los laureles que pudieran alcanzarse en una tan heroica jornada. El no podía ser por lo tanto tan osado como Napoleón en sus cien días, porque estimaba en algo mas que aquel la sangre y la paz de los pueblos. No podía querer como el héroe francés jugar en un golpe de azar la vida de un millón de ciudadanos.

Además, no es menos gloriosa, aunque no haya sido acompañada de igual estrépito que aquella, la carrera que Espartero ha seguido en su vuelta a España. Apenas tomó tierra en el puerto de San Sebastián, cuando se vio rodeado de un gentío inmenso que desde muy temprano se había colocado en todas las alturas inmediatas, para poder desde allí contemplar más a su sabor al héroe que la reacción había echado de entre nosotros. No eran solo los de la ciudad los que llenaban la concha del muelle y las alturas del castillo de la Mota: la gente de todos los pueblos vecinos había corrido a San Sebastián como a celebrar una gran fiesta.

Las demostraciones populares de que a su aparición fue objeto, son muy difíciles de pintar. De todos lados se veía un movimiento continuado de pañuelos y sombreros con que, a falta de otros medios mas explícitos, saludaba aquel inmenso gentío al pacificador de España. Una aclamación general de alegría y entusiasmo, partió a la vez de toda la extensión que ocupaba la muchedumbre al ver de nuevo entre ella al hombre que más ha hecho por la libertad y por la paz del país.

Las olas de aquel gentío inmenso se pusieron en movimiento apenas el Duque tomó el camino de la ciudad para ir a aposentarse en la casa del señor Lasala, donde permaneció hasta su reciente partida. Durante todo el tránsito siguiole ansiosa aquella muchedumbre con las lágrimas de alegría en los ojos, que nunca se cansaban de mirar al héroe.

A pesar de lo expuesto y comprometido que era dar muestras muy señaladas del aprecio y entusiasmo que el Duque pudiera inspirar, los habitantes de San Sebastián no escasearon medio ninguno de demostrar al Duque lo simpática que les ha sido siempre su causa y su persona, así en los tiempos de prosperidad como en los de adversa fortuna. La casa en que habitó el Duque, estuvo atestada durante toda la tarde de gentes que se disputaban la honra de saludar y abrazar al ilustre proscripto. Allí no hubo distinciones entre clases y personas, edades ni sexos: todos conocían que aquel era un ídolo nacional cuya gloria y cuyas hazañas ilustres engrandecían a todos.

El empeño que el Duque manifestó de partir aquella misma noche para continuar su viaje a la corte, empeño que no nacía más que del cuidado que el Duque ponía en que no se propagase la noticia de su vuelta, tratando de evitar las ovaciones que él, conociendo el carácter agradecido del pueblo español, se esperaba en su tránsito, con riesgo y peligro de los pueblos a quienes hace tiempo que no parece que se trata mas que de empeñarlos en querellas de muerte, impidió que los habitantes de San Sebastián pudieran dar al ilustre caudillo más rendidas y ostensibles muestras del entusiasmo que les inspiraba. A pesar de esto y de la precipitación con que tuvo que hacerse, se dispuso para aquella noche una serenata, que realmente se verificó, a la cual acudió el mismo gentío que se había visto por la tarde cuando su desembarque.

Como había anunciado, partió el Duque de San Sebastián a las doce de la noche del mismo día 4 en que había verificado su entrada. Durante su travesía hasta Vitoria pudo guardar el incógnito que rigurosamente se había impuesto. La precipitación con que caminaba le impidió detenerse un momento en Vergara, cuyos sitios le traían a la memoria bien emponzoñados recuerdos. ¡Cuatro años había tardado un gobierno ingrato en reconocer que el general ilustre que inmortalizó a Vergara, dando la paz al pueblo, la seguridad al trono, a la patria la libertad, era uno de esos hombres que pertenecen a la gloria de las naciones y cuya reputación no se ataca sin que recaiga sobre los que tal osan hacer, la afrenta que nunca perdonará la historia en Cartago cuando abandonó a Aníbal, porque después de las victorias de Trasimeno y Canas, se había eclipsado su astro en el lance desastroso de Zama. Pero la comparación no es exacta. Espartero no ha sido vencido nunca en ningún campo de batalla: el poder que le derrocó tuvo que irse formando en los salones palaciegos hasta que, bastante fuerte ya, le pudo herir a traición.

Hemos dicho que Espartero viajó de incógnito hasta Vitoria. Al llegará a este punto, en donde entró a la una y media de la tarde, fue cuando se dio a conocer, pero solo de algunas personas. Esperando que sucediese lo mismo que en San Sebastián, dispuso que algunos sujetos influyentes tomasen a su cargo detener a la muchedumbre que indudablemente trataría de agolparse en rededor de la casa de Postas, que fue en la que primeramente tomó descanso. Lo que se había previsto sucedió en efecto, siendo el señor Gurrea el que tuvo que intervenir para que las gentes que avanzaban por la ronda diesen crédito a las supuestas amonestaciones del Duque.

Entre las personas que fueron a cumplimentarle, notáronse el general Urbistondo y algunos otros oficiales de graduación. Además pasó a saludarle una comisión del pueblo de Logroño, que fue recibida por el Duque con la efusión que inspira a corazones simpáticos, la presencia de las personas que han respirado y vivido en los mismos lugares en que más raíces echa siempre el corazón, en aquellos donde tenemos nuestros recuerdos y nuestras tradiciones de familia, y donde aun están levantados los mismos horizontes que contemplamos al entreabrir nuestros ojos por primera vez.

Pero aun le quedaba otra escena más tierna que presenciar. La misma familia de la esposa del Duque, vino a decir y recordar a este las tristezas y dolores que les había causado su ausencia y las alegrías que volvían a recobrar al verle de nuevo de vuelta al suelo patrio.

Poco nos resta ya que decir del camino que desde Vitoria tuvo que hacer el Duque hasta llegar a Madrid. El mismo coche que había sacado de San Sebastián, pudo traerle de incógnito hasta la corte. Solo en Bribiesca se apercibió la muchedumbre de que la comitiva que pasaba era la del Duque. Apenas se supo esto cuando, sin tener en cuenta ningún temor ni consideración, se agolpó la gente alrededor del carruaje que le conducía, dando en vivas y aclamaciones, señaladas muestras del entusiasmo que su presencia inspiraba. Desde aquel punto en adelante ya nadie le conoció.

La entrada en Madrid, que como todos saben fue preparada de modo que no se verificase de día, para evitar el natural tumulto, tuvo lugar a las cuatro de la madrugada del día 8.

Como hemos de consagrar un capítulo aparte a la corta permanencia del Duque en la corte de España, no podemos extendernos aquí en pintar la indecible conmoción y entusiasmo que su venida produjo en el pueblo de Madrid. Todos hemos visto las puertas de la humilde casa que habitaba, invadidas por una muchedumbre inmensa a quien no arredraban los alardes de fuerza que las autoridades tuvieron a bien desplegar. La calle de la Montera se veía cercada por todos lados de piquetes de caballería e infantería que velaban allí como si fuese una población en tumulto, sin que esto contuviese a nadie de su propósito de ir a abrazar y bendecir al Duque. Los más humildes, los menos osados, se con tentaban con mantenerse en suspenso mirando los balcones de la habitación del Duque, como si mil efluvios misteriosos vinieran de lo alto a poner en contacto el corazón de los que esperaban, con el del ilustre personaje que inspiraba tan apasionado culto.

El primer cuidado del Duque apenas llegado a la capital, fue tratar de ir a besar la mano a la Reina, como súbdito leal que siempre ha sido. Al efecto pasó uno de sus secretarios al señor presidente de ministros haciéndole presente su deseo. El señor Narváez le contestó a poco, diciéndole que aquella misma tarde a las seis (era el día 8) le daría audiencia S. M. En cuanto a lo que el Duque de la Victoria había hecho presente de que la audiencia podría tener lugar delante de cualquiera de los señores ministros para evitar desconfianzas, el de Valencia le contestó galante, diciéndole, que la Reina le recibiría sola. Así fue en efecto.

Llegado que hubo a palacio se encontró en las antecámaras un grupo de alabarderos, los cuales, fieles a los recuerdos que en aquella morada había dejado tan ilustre personaje, se pusieron todos como en orden de formación, pintándose en sus semblantes la mayor conmoción y ansiedad. El Duque conociendo esto los abrazó con la mayor efusión, pasando en seguida a los aposentos reales. Allí fue recibido por la Reina con la más cariñosa bondad, permaneciendo en compañía de la augusta persona por espacio de un largo cuarto de hora. Al irse le manifestó la Reina los deseos que tenía de que reiterara sus visitas, a lo cual el Duque la contestó, que no viese en él un cortesano, sino uno de sus súbditos mas dispuestos a sacrificarse por ella en todo peligro. «Llámeme V. M., la dijo, cuando necesite un brazo que la defienda, o un corazón que la ame

¡A pesar de todo esto, pocos días después la Reina dio en palacio un baile al que asistió la corte y las cámaras, y otra multitud de personas, y al cual no fue invitado ese mismo Duque que tan sentidos ofrecimientos había hecho con su corazón de soldado!

En los veintisiete días que permaneció el Duque en Madrid, fueron numerosísimas las diputaciones que en representación de corporaciones respetables, se llegaron a cumplimentarle por su venida. La Sociedad Económica Matritense, el Instituto Español, la Sociedad del Porvenir, la del 18 Junio, la filantrópica fe Milicianos veteranos, el cuerpo se sanidad militar, &c. &c., tuvieron la honra de ser acogidas por el ilustre proscripto, con las más marcadas muestras de particular deferencia. A par de estas corporaciones fueron a cumplimentar al Duque las primeras autoridades militares y civiles y la oficialidad de la guarnición. El tiempo era corto para la multitud de personas de todos rangos que esperaban poder entrar en la habitación del Duque.

Pero el movimiento que la venida del Duque había producido, no se limitaba a Madrid. A pocos días de su llegada a la corte empezaron a recibirse felicitaciones a cuyo pié figuraban millares de firmas de todos los progresistas del reino. No hubo ciudad ni pueblo que no enviase sus comisiones a rendir al Duque el justo tributo de una admiración y un respeto que nadie como él ha sabido inspirar. Los liberales de Barcelona, aquellos tal vez que en un momento de vértigo fueron los primeros en desconfiar de las intenciones del Duque cuando su regencia, abultadas y desfiguradas horriblemente por una prensa que nunca como entonces hemos visto desbordada, quisieron también manifestar al general Espartero lo sinceramente que sienten los motivos anteriores de disidencia que un momento les hizo aparecer como apartados de su amor. «Si el error de un momento, decían los exponentes, que eran en número de más de seis mil, pudo presentar a los leales barceloneses enemistados con V. E., la expiación de tres meses de inauditos esfuerzos para reparar el daño causado por la impremeditación, no podían menos de restituirnos el aprecio de V. E., y de todo buen español.

«Pero separemos la vista de una página tan denigrante de nuestra historia contemporánea, para fijarla solo en la que recordará el claro día en que la patria recobró en V. E. a su hijo predilecto.»

Sí, tienen razón los heroicos barceloneses. Separemos la vista de los males pasados para no pensar mas que en las alegrías presentes. Ante el ilustre Duque de la Victoria, lazo y centro común del partido, desaparecen todos los mezquinos escrúpulos que la división anterior ha podido dejar en el ánimo de algunos. El general Espartero no guarda memoria mas que de los servicios que se le han prestado: su corazón sabe comprender demasiado que hay momentos en que la inteligencia nos engaña a despecho de nuestra voluntad; en que hacemos lo que no deseamos, como arrastrados por el impulso que las cosas imprimen a nuestra individualidad. ¡Cuántas veces la fuerza de una situación cualquiera nos empeña a dar un paso impremeditado que no entra en nuestro carácter ni en nuestra intención! Así en la época del 43: una palabra, un hecho empeñado, arrastró como una cadena invisible de compromiso en compromiso, a los que cuando volvieron la vista atrás se estremecieron del camino que habían andado. En pocos días habían consumado toda una contra-revolución.

Pero repitámoslo de nuevo. Ni el Duque ni nadie recuerda aquellos tiempos de extravío mas que como una severa lección que los acontecimientos nos han dado. Hemos visto que unidos somos fuertes como la revolución cuya causa representamos; pero que una vez entrada en nuestras filas la división, perdemos en un momento las conquistas de muchos años. Tenemos delante de nosotros un enemigo que, ya que no puede de frente, nos ataca con ventaja apenas encuentra uno de nuestros flancos abiertos a la intriga. Mas que por nosotros por la causa cuya bandera levantamos, tenemos un alto deber de conciencia de olvidarnos de que somos hombres para recordar que somos escogidos. Detrás de nosotros hay un pueblo inmenso que recibe los mismos golpes y las mismas caídas que nosotros: es pues muy grande la responsabilidad moral de nuestras acciones. Los partidos políticos que ejercen una misión popular son los depositarios, no de la fe y confianza individual, sino los encargados de guardar la fe y la confianza públicas. Por ellos marchan o se paran las naciones. El partido progresista español estará, pues, unido, porque es demasiado inteligente para desconocer todas estas razones, aparte de los lazos de fraternidad política que le ligan con fuerza como a una gran familia.

Bien se ha visto la armonía y acuerdo del partido en lo general que ha sido el entusiasmo que el nombre de Espartero ha llevado a los pechos. En todas partes han sido iguales las manifestaciones públicas. Las exposiciones que ha recibido el Duque han venido firmadas por progresistas; pero no por estos o por los otros, sino por todos los que son dignos de llevar este nombre. Espartero, lo repetimos, es el punto culminante que domina al partido para hacerse intérprete a la vez de las comunes aspiraciones y sentimientos.

Bien han conocido los moderados la importancia del hecho que se estaba consumando a su vista. La reorganización del partido les ha infundido pavor porque conocen su fuerza. Por eso han levantado el grito haciendo eco de sus rabias y de sus odios a la prensa de su color político, que, no diremos si para su gloria o para su afrenta, ha desempeñado a las mil maravillas su papel. Aun están algunos de sus órganos echando las babas de su hidrofobia política sobre ese hombre cuya reputación está demasiado alta para que puedan mancharle con ellas.

Hemos dicho que fue infinito el número de visitas que recibió el Duque en los días de su residencia en Madrid, y que personas de todas clases, condiciones, y sexos iban a echarse a los brazos de un hombre que el desamparo en que durante cuatro años hemos vivido, nos hace mirar como padre común. Hemos hablado también de las muchas corporaciones científicas y literarias que habían ido a rendir el tributo de su admiración y respeto al ilustre proscripto. También nos hemos ocupado del sinnúmero de felicitaciones que, suscritas por millares de firmas, venían a poner en sus manos comisiones de personas respetabilísimas encargadas al efecto. Ahora para completar el cuadro imperfecto, diremos mejor, el croquis ligero que hemos bosquejado, solo nos resta hablar de las ovaciones populares de que fue objeto en las representaciones teatrales que se dieron en su obsequio. La primera a que asistió el Duque, fue la del Instituto Español. Allí la numerosa y escogida concurrencia que llena siempre el gracioso teatro de la sociedad, obsequió al ilustre Duque con las mas señaladas pruebas de deferencia. La sección de literatura improvisó algunas composiciones en loor del Duque, que por la excelencia del asunto mas bien que por su desempeño literario, aunque este fue cuanto buenamente puede exigirse de una improvisación, fueron recibidas con estrepitosos aplausos. Una de ellas hasta pidió la sociedad que se repitiese. Durante toda la función el público permaneció descubierto.

Las mismas escenas se reprodujeron en los teatros del Príncipe y de la Cruz, donde también sus directores dieron una función en obsequio del Duque. De la infernal tramoya del Circo hablaremos en el siguiente capítulo.

Conociendo el Duque el empeño que había de comprometer a él y al pueblo que tanto le ama, determinó abandonar la Corte, para pasar a Logroño. Al efecto fue a despedirse de la Reina el día 3, saliendo de Madrid, de incógnito también y a hora desusada, el 4 de febrero a las 12 de la noche.

El 6 a las seis de la tarde entró el Duque en Logroño, donde fue recibido con el mismo o mayor entusiasmo que en el resto de España.

Espartero. Su pasado, su presente y su porvenir 2/5

II
Cuatro años de emigración

Si el movimiento de 1843 despojó a Espartero de la regencia, no pudo despojarle así de su popularidad: si arrancó el poder de sus manos, no le quitó ni pudo quitarle su gran importancia, edificada sobre gloriosos antecedentes: si pudo, en fin, proscribirle, no pudo borrar su historia ni sofocar el eco que en toda la Europa había producido su nombre, ni evitar que la brillante acogida que tuvo en un país extranjero, cuya hospitalidad se vio precisado a pedir, le vengara de la ingratitud de sus conciudadanos. Porque, con efecto: Espartero caído no hizo más que mudar de patria como había mudado de posición, y la Inglaterra fue para él otro país natal, donde como en el suyo, ejerció un poder aun mas grato, el gran poder moral que dan la popularidad y la estimación pública. Espartero cayó, pero en nada por esto se rebajó su fama; verdad es que todas las revoluciones del mundo no hubieran sido capaces de hundir en la oscuridad al hombre colocado por sus hazañas al nivel de las más altas notabilidades de la época. Napoleón en Santa Elena, era el grande hombre que había hecho estremecer al mundo con su espada; Espartero tenía que ser en la emigración el hombre valeroso a quien las victorias habían abierto un camino de triunfo hasta el supremo poder.

El período que vamos a describir ligeramente en este capítulo, es uno de los más interesantes de la vida de nuestro héroe, y para él uno de los más lisonjeros, si no hubiera tenido que devorar la amargura de verse lejos de su patria, e imposibilitado de hacerla como en otro tiempo libre y feliz. Fuera del bullicio y del estrépito de las batallas, libre de la agitación de los negocios públicos, Espartero veía pasar su vida tranquilamente en medio de las dulces conmociones a que continuamente le brindaban las simpatías de un pueblo liberal y hospitalario, que admiraba en él la heroicidad con que sobre los destrozos del absolutismo había enarbolado el estandarte de la libertad, y la magnanimidad con que sabía sobrellevar la desgracia. Pero recordamos que estas reflexiones nos ocupan el tiempo que necesitamos para escribir la vida de nuestro héroe durante su larga emigración, y nos vemos precisados a abandonarlas por cumplir el compromiso que nos hemos impuesto.

El capítulo anterior dejó al Duque de la Victoria embarcado en el Malabar, que lo condujo hasta Lisboa, donde se trasladó a bordo de otro navío, también inglés, llamado Formidable, en el que fue recibido con los honores que correspondían a su alta dignidad; dignidad de que estaba aun investido de derecho, por mas que de hecho no fuera entonces mas que un noble proscripto. Hubiera Espartero desembarcado en Lisboa, y aun quizás hubiera permanecido en ella algún tiempo; pero se lo impidieron instrucciones comunicadas por el gobierno provisional a nuestro embajador en aquella corte, y se resolvió a establecer su residencia en Londres, no sin consultarlo antes, por medio de D. Ignacio Gurrea, con el gobierno inglés, que por contestación a la demanda dio las órdenes más terminantes para que pudieran cumplirse los deseos del Duque. Desde luego se hubiera hecho a la vela para la capital de la Gran Bretaña, a no haber tenido que pasar al Havre a reunirse con la Duquesa; pero no debió pesarle hacer esta travesía, porque tuvo en ella ocasiones de saber cuánto era el prestigio de su nombre aun fuera de su país, y de estudiar en el contraste que hacían los homenajes que recibía de los extranjeros, con la conducta ingrata de sus compatriotas, el origen verdadero de la revolución que le había quitado de las manos el poder. Llegó el Duque al frente de Bayona, de paso para el Havre, el 16 de agosto, y encontró en el puerto de aquella ciudad un gentío inmenso que le esperaba con ansia y que al divisar el buque que le conducía, manifestó vivos deseos de contemplarle: el Duque, sin embargo, no salió del Prometeo, que era el buque en que había hecho la travesía; pero en cambio se dejó ver en cubierta para satisfacer los deseos de la multitud. No fueron solo obsequios populares los que recibió Espartero; pues las personas de más consideración de Bayona, el subprefecto, el comisario de marina, el inspector de aduanas, el conde de Harripe y su ayudante pasaron a cumplimentarle a bordo del buque. No menos se manifestaron en el Havre deseos de verle, pues reunido ya con la duquesa, y mientras se hacían los preparativos para su marcha, se agrupó en los muelles una inmensa multitud, que se disputaba la gloria de contemplar al hombre ilustre cuya fama había resonado en ambos continentes.

El 23 de agosto pasaba el capitán del Prometeo al capitán superintendente del arsenal de Woolwich una comunicación en que le participaba haber llegado a este punto con el vapor de su mando conduciendo a bordo de él a los duques y su comitiva. A consecuencia de esta comunicación pasó el capitán almirante a bordo del buque, y presentándose al Duque de la Victoria en nombre de su gobierno, le hizo las más lisonjeras ofertas y puso a su disposición los carruajes que estaban preparados para conducirle a Londres: el Duque se manifestó agradecido a estas atenciones de una manera expresiva, pero no le fue posible aceptar los ofrecimientos del jefe del arsenal, por tener ya dispuesto de antemano hacer el viaje hasta el muelle de Hungerford en un vapor de los que hacen la navegación en el Támesis: así lo hizo con efecto, habiéndose encontrado en Hungerford algunos carruajes que le condujeron en compañía de la Duquesa y de la comitiva hasta la fonda Mivart, donde se alojaron al llegar a Londres.

Ya tenemos al héroe de cien batallas en la emigración siendo ejemplo vivo de la inestabilidad de la fortuna. Todo para él ha cambiado, y él ha cambiado completamente para nosotros: ni se presenta a nuestros ojos como antes lo hemos visto, siendo el genio de la guerra, ni podemos ofrecerlo a la consideración de nuestros lectores desempeñando con honradez y constitucionalismo las altas funciones anejas a la gobernación del Estado; nada de esto: lo que vamos a presentar en este cuadro es el hombre privado, retraído completamente de los negocios públicos y dedicado exclusivamente a los placeres domésticos; el varón prudente que pudiendo con una sola voz producir un gran conflicto en su país, se calla y da un ejemplo elocuente de respeto a los gobiernos constituidos; el hombre virtuoso que teniendo resentimientos que vengar, confía al tiempo la reparación de todos sus agravios. Y cuidado que para que se comprenda bien cuánta era su abnegación es preciso tener en cuenta no solo su influencia en el país que le había dado hospitalidad, sino también el cambio que sufrió la opinión de los que en España habían contribuido a derrocarle. ¡Ah! Espartero por lo menos pudo provocar una guerra civil, y sin embargo, quiso antes arrostrar la vida ingrata del ostracismo, que sufrir el remordimiento de hacer verter una gota de la sangre de sus conciudadanos.

No bien hubo llegado el Duque a la fonda Mivart, cuando el coronel Wilde, caballerizo mayor del príncipe Alberto, tuvo con él una larga conferencia, a la que siguieron las visitas de todo lo que hay en Londres de más notable. Entre las primeras personas que se apresuraron a felicitar al héroe de Luchana, fue el duque de Wellington, que se hizo inscribir en el libro de visitas en los términos siguientes: el feld-mariscal duque de Wellington, capitán general, duque de Ciudad-Rodrigo. La visita de este general que reúne a su alta jerarquía la consideración y el respeto que merece por los eminentes servicios que ha prestado a su país, y que representa una de nuestras glorias más brillantes, es la mejor prueba de la gran importan cia que se daba en Londres al que después de su gloriosa carrera había salido proscripto de su patria. ¡Severa lección para los que tan en poco supieron apreciar los servicios que a la libertad y al trono de España había prestado el invicto Duque de la Victoria!

Tras del ilustre duque de Ciudad-Rodrigo fueron tantos los personajes de alta posición social que se apresuraron a rendir homenaje al general Espartero, que aun disponiendo de más espacio nos sería imposible enumerarlos todos; diremos sí que no eran solo personas consideradas las que se disputaban el honor de saludarle; pues también el pueblo se agrupaba alrededor de la casa en que se hallaba hospedado, por tener la satisfacción de conocerle. Esto en un país cuya generalidad no podía ver en el Duque de la Victoria mas que un extranjero con la marca de la proscripción, prueba cuán justa es la fama que supo adquirir como guerrero y como jefe de un Estado: para que la generalidad del pueblo inglés le rindiera el homenaje de su consideración, era preciso que viera en él a un héroe, porque solo los héroes son de todos los pueblos.

No bastaba sin duda que todas las notabilidades de Londres felicitaran individualmente al ilustre Duque; no bastaba que la generalidad del pueblo le saludara con muestras de entusiasmo; era preciso que a nombre de toda la población recibiera los honores debidos a su alta dignidad, y para ello una diputación de los concejales de Londres presentó al lord Maire una exposición pidiendo que se les convocase sin tardanza para ir a saludar al general Espartero: la municipalidad de Londres no solo cumplió en esta parte con la etiqueta, sino que para dar al Duque de la Victoria una prueba de las simpatías que había sabido inspirar a la población, le obsequió con un soberbio banquete, del que luego diremos algunas palabras. La municipalidad de Londres (debemos decirlo aquí para que se conozca toda la importancia de sus consideraciones hacia el Duque) es no solo un cuerpo que representa la población, sino la segunda autoridad de Inglaterra, rodeada de gran prestigio, y dotada de gran poder e influencia en los negocios públicos: sin embargo no es de esta segunda circunstancia de la que nosotros queremos sacar mayor partido, aunque podríamos sacar no poco en favor del ilustre proscripto, sino de la primera, por lo mismo nosotros damos gran valor a las ovaciones populares.

También la prensa se unió a las felicitaciones del pueblo, y hacemos mérito de esta circunstancia por la gran importancia que se da a la prensa en aquel país, y por la gran autoridad que ella ejerce. He aquí cómo se explicaba uno de los más notables periódicos que se publican en Londres, a los pocos días de haber llegado a esta población el Duque de la Victoria: «Espartero se halla entre nosotros. Muchos y muy ilustres fugitivos han sido arrojados a nuestras playas por las revoluciones que se han sucedido en el continente durante los últimos sesenta años; pero jamás, en ninguna ocasión se ha presentado nadie con mayores títulos a nuestras simpatías y a la hospitalidad del pueblo inglés, que el caído Regente y sus valientes compañeros de destierro.

«No viene como otros a ser pródigamente pensionado por nuestro gobierno; ni viene como el déspota burlado, o como el tirano que ha sido derribado del poder por los esfuerzos de un pueblo que enarbola el pendón de la libertad sobre las ruinas de la dictadura; no: lejos de eso lo hemos visto ser en los últimos años el firme e invariable jefe constitucional, manteniendo siempre y en las circunstancias mas críticas, los principios de libertad, y prefiriendo el camino que le señalaban el patriotismo y el deber, a aprovecharse de las muchas ocasiones que se le han presentado de empuñar las riendas de un poder irresponsable. En el primer arranque de su popularidad, con un ejército íntimamente adherido a sus banderas y pronto a obedecer sus mandatos, hubiera podido Espartero ser muy peligroso a la libertad española, y afirmarse en el poder echándose en brazos de las grandes monarquías de la Europa central y oriental; pero buscaba otra gloria más grande que la de satisfacer una mera ambición….». No concluye aquí el artículo de donde hemos sacado estos párrafos; pero por muy sensible que nos sea no trascribir las otras reflexiones que contiene sobre el mando y la caída de Espartero, tenemos que ceder a la necesidad en que nos hallamos de aprovechar el espacio todo lo posible, con tanta más razón en esta parte, cuanto que los párrafos que van trascritos, dan suficiente idea de lo bien que sabían apreciar en Londres el mérito del Duque de la Victoria.

En aquella competencia de felicitaciones y obsequios, no era posible que la reina de Inglaterra, generosa y amable, dejara de ser intérprete de los nobles y hospitalarios sentimientos que a porfía demostraban al ilustre Duque de la Victoria sus súbditos, ni que dejara de dar a nuestra interesante Reina una prueba de afecto en la persona de su más denodado paladín: con efecto, la Reina Victoria tuvo la amabilidad de conceder al general Espartero el honor de una visita, cuyos pormenores explicaron los periódicos más autorizados de Londres en los términos siguientes: «El conde de Aberdeen, como ministro de relaciones extranjeras, escribió al regente para hacerle saber que S. M. la reina tendría gusto de recibirle en el palacio de Windsor a las tres de la tarde del día siguiente. En consecuencia de esta obsequiosa invitación, salió el Regente del Hotel de Mivart a la una y media, y partió en un convoy especial para Slough, desde cuyo punto se dirigió al palacio, adonde llegó a las tres menos veinticinco minutos. Por mandato de la Reina, el coronel Wilde, introductor de S. A. R. el Príncipe Alberto recibió al Regente a su llegada al palacio, y le condujo a una pieza de descanso. El coronel Gurrea, secretario particular del Regente acompañó a S. A. El Regente al presentarse a la Reina, llevaba el uniforme de general del ejército español con varias cruces de caballero, entre las que sobresalía la estrella de la orden del Baño, colocada en el centro de las demás.

«El coronel Wilde condujo a S. A. a la sala que ocupaba S. M. y su ilustre consorte, a quienes fue presentado por el conde Aberdeen.

«El Regente tiene motivos para estar muy satisfecho del recibimiento que le han hecho S. M. y el Príncipe Alberto. La entrevista de S. A. con la Reina y el Príncipe, ha durado cosa de media hora.»

Los mayores enemigos de Espartero, si reflexionan un poco, no podrán menos de convenir en dos cosas: 1.ª en que tantos, tan cordiales y tan espontáneos obsequios como se le tributaron, tienen una gran significación: 2.ª en que todo un pueblo difícilmente se equivoca en el juicio que llega a formarse de un hombre, y mucho menos cuando a la cabeza de ese pueblo figura el monarca y todo lo que hay en él de más grande y de más ilustrado. A propósito de esto diremos aquí las palabras que hemos ofrecido sobre el banquete dado al Duque de la Victoria por la municipalidad de Londres, una de las corporaciones, como hemos dicho, de más importancia, de más influencia y de más autoridad de Inglaterra.

No podemos hacer de él una completa descripción; tan completa como quisiéramos y nuestros lectores desearían; por consiguiente nos reduciremos lo posible, haciendo solo mérito de lo mas importante.

El banquete se había dispuesto en el palacio municipal de Mansion House, cuya entrada se hallaba obstruida por un inmenso gentío, que al ver llegar al Duque de la Victoria prorrumpió en hurras (vivas), que duraron bastante tiempo. El Duque y toda su comitiva, fueron recibidos por la municipalidad con las mayores muestras de afecto. Antes de que principiase la comida, reunida la municipalidad, presente el Duque de la Victoria, en uno de los salones del palacio, el lord Corregidor leyó el acuerdo por el que esta corporación había determinado manifestar sus simpatías al hombre que tantos sacrificios había hecho por la libertad de su país. El noble Duque contestó manifestando su agradecimiento por los favores que se le dispensaban, y su conformidad con los sentimientos liberales del lord Corregidor. En seguida los concurrentes, en número de más de 300, todos personas distinguidas por su jerarquía, por su posición y por su riqueza, pasaron al magnífico salón donde el banquete se hallaba dispuesto; y concluido que fue, después de los brindis, que son de costumbre en Inglaterra, a la reina, familia real, ejército y armada, el lord Mayor se levantó y pronunció en honor del Duque de la Victoria un discurso interrumpido a cada paso por los aplausos de los concurrentes. En contestación pronunció el Duque otro, que fue recibido con las más inequívocas muestras de entusiasmo: los aplausos y los hurras no permitieron hablar a nadie en mucho tiempo. También brindó el lord Mayor a la salud del general Van-Halen y demás individuos de la comitiva del Duque, correspondiendo el general al agasajo con un discurso en que manifestó cuánto le consolaban de sus infortunios las atenciones que él y sus compañeros estaban recibiendo del pueblo inglés. Otros muchos brindis se pronunciaron; pero no nos es posible hacer mérito de todos: diremos para concluir, que levantada la mesa, se retiró el Duque de la Victoria, habiéndole acompañado el lord Mayor hasta la calle, donde le esperaba la multitud, que como a la entrada, le recibió con gran entusiasmo: todos querían verle y abrazarle; todos gritaban sin cesar: ¡viva Espartero! ¡viva el hombre honrado! (the honnest man). Los que han querido ridiculizar las ovaciones que a su vuelta de la emigración ha recibido del pueblo el Duque de la Victoria, ¿qué tendrán que decir de estas otras que recibía en un pueblo extraño? Si dicen que no son de la misma clase, les contestaremos que si en algo se diferencian, es en que en Londres no se comprimía el entusiasmo y aquí se ha comprimido por no dar lugar a las arbitrariedades del poder; por lo demás, si aquí el pueblo se agrupa alrededor del Duque de la Victoria, también en Londres se agrupaba; si aquí recibe en los teatros ovaciones que no serían permitidas en la calle, en Londres también, a pesar de que en todas partes se consentían: la primera vez que asistió en Londres al teatro, fue recibido con aclamaciones y con muestras de respeto iguales a las que en España han exaltado la bilis de los moderados. No puede ser menos: Espartero tiene que ser en todas partes lo mismo: allí donde haya sentimientos de libertad, la popularidad de Espartero es indispensable.

Acerca de su popularidad, y en prueba de que no era menor en Inglaterra que en España, diremos que todos los días se veía precisado a dedicar una hora por lo menos a poner firmas que le eran pedidas de todos los puntos del Reino Unido, y algunas más a dar ocupación a infinitos artistas que le pedían permiso para sacar su retrato.

Por lo demás, ya lo hemos dicho; el Duque de la Victoria se había propuesto vivir en las dulzuras de la vida privada, y nada absolutamente fue capaz de hacerle olvidar este propósito: retraído de los negocios públicos, buscaba en el seno de la familia la tranquilidad que difícilmente se encuentra mandando ejércitos y gobernando Estados: apartado hasta del bullicio de la corte, nada le recordaba su posición perdida, sino las ovaciones populares y los infinitos obsequios que recibía de la clase más elevada y más poderosa de Londres. De la fonda Mivart se había trasladado a una linda casa, de arquitectura gótica, llamada Abbey Lodge y situada en un barrio titulado el Parque del Regente, retirado del centro de la capital, y esta circunstancia hacía mayor su retraimiento. Tenía esta casa un hermoso jardín, cuyo cultivo era la ocupación favorita y ordinaria del ex-regente: allí pasaba largos ratos, y más de una vez debió hacerle conocer la experiencia que las flores de su jardín agradecían más el cultivo, que su patria los sacrificios por la libertad; desengaño cruel que previsto, hubiera hecho acaso cambiar la suerte de la nación española.

Sabida la ordinaria ocupación del Duque, todas sociedades de Londres que tenían relación con la botánica y la agricultura, se apresuraron a inscribirle como socio; a bien que lo mismo hicieron otras muchas, como lo hicieron también con la Duquesa cuantas sociedades de damas se conocían en aquella gran capital. Y nada perdían estas, por cierto, en contar en el número de socias a una que a sus muchos atractivos naturales, reúne el no menos bello de una rara ilustración.

Si las sociedades inscribían al Duque como socio, los establecimientos públicos se honraban con sus visitas, y el Duque, que era muy parco en admitir los innumerables convites con que le brindaban la alta aristocracia, la poderosa clase media y el comercio, no dejó nunca de aceptar las invitaciones de los establecimientos públicos. Entre estos haremos mención especial del de artillería de Woolwich, que es sin duda el más notable de cuantos visitó Espartero. Se halla situado a nueve millas de Londres sobre el Támesis, y le da no poca fama un arsenal que es donde se construyen los navíos de tres puentes. Durante la guerra con Napoleón tenía ocupados en la construcción de cartuchos y demás útiles de guerra, tres mil operarios, sin contar los infinitos que por sentencia estaban condenados a estos trabajos. Después de haber visto y examinado cuantos objetos referentes al arma de artillería encierra este vasto establecimiento, fue conducido el Duque a un salón lujosamente adornado, en el que tuvo la complacencia de ver su efigie vaciada en cera, y colocada en una galería donde se hallaban las efigies de los príncipes reinantes de Europa. Ocupaba allí nuestro héroe un lugar como Regente de España; pero no se hubiera conocido a sí propio en aquella galería sin haberle hecho fijar la atención, por la gran desemejanza que había entre su rostro y el de su efigie: esta circunstancia obligó al director del establecimiento a pedirle permiso para sacar su verdadero retrato y enmendar la falta de una obra que por lo demás era magnífica. Si en el establecimiento de Woolwich hemos encontrado esta prueba irrefragable de la importancia que se daba en Inglaterra al Duque de la Victoria, no la suministra menor de la importancia que se daba a todos los sucesos de la guerra civil en que figuró este personaje, el esmero con que en otro establecimiento se conserva la misma silla en que estuvo sentado conferenciando con Maroto poco antes del abrazo de Vergara.

De lo que Espartero no podía olvidarse aun en medio de su retraimiento, era de sus amigos, de los que fieles a su persona habían cambiado una posición en su patria por la emigración, y de cuantos después fueron a parar a ella huyendo de la intolerancia del gobierno. Nunca la generosidad natural del ex-Regente tuvo más motivos para darse a conocer; pero nunca tampoco debió ser más agradecida que entonces, porque si los necesitados pedían con razón, Espartero no estaba en posición de ser tan generoso, como grande era su voluntad. Sin embargo, nadie llamó a su puerta que no fuera oído; nadie apeló a sus filantrópicos sentimientos que se fuera desconsolado; su casa estaba abierta para todos, para todos estaba puesta su mesa, y ordinariamente comían en su compañía un emigrado, uno de los que habían servido con él en la legación inglesa durante la guerra civil, alguno de los comisionados que los periódicos ingleses tuvieron en su cuartel general, y algún antiguo amigo. Pero como sus recursos no bastaban para remediar todas las necesidades de la emigración, solía, valiéndose de sus relaciones, proporcionar ocupación a algunos emigrados para librarlos de una miseria inevitable. Padre de los españoles había sido durante su poder el héroe de Luchana, y padre, y padre cariñoso fue en Londres de sus compañeros de emigración.

Y he aquí toda su vida, todos sus pensamientos y todas sus ocupaciones: ¿es posible que otro en el caso de Espartero hubiera seguido igual conducta? ¿Es posible que otro con los elementos de Espartero no hubiera pensado en otra cosa; lo diremos, en reconquistar su perdida posición? Con dos amigos personales en el ministerio inglés, para él estaban vedados los negocios públicos, y prefería que el lord Palmerston, ministro de negocios extranjeros, le sorprendiera cultivando su jardín, como alguna vez sucedió, a frecuentar por su parte visitas en que sus enemigos hubieran afectado ver miras reprobadas. Dos veces, sin embargo, tuvo que pensar en política; una para cumplir con un deber, la otra para dar un testimonio más de lealtad al trono de Isabel II; hablaremos de la primera.

El Duque de la Victoria había sido arrojado antes del término constitucional del elevado puesto en que le colocó el voto del país. Isabel II no era mayor de edad por la Constitución hasta el día 10 de octubre de 1844, y hasta ese mismo día debía ser regente el general Espartero. Vinieron, sin embargo, los sucesos de 43, y Espartero sucumbió; pero si bien la fuerza podía lanzarle de su patria, no podía obligarle a que reconociese una obra que ningún gobierno constituido reconoce; por eso protestó a bordo del Betis. No es nuestro ánimo entrar aquí en la cuestión de la legitimidad del gobierno que sucedió a la regencia del Duque de la Victoria, ni menos negársela a él ni a cuantos después acá se han sucedido; solo queremos justificar la conducta que como hombre público observó el Regente después de su caída. El día 10 de octubre de 1844 era ya mayor de edad la reina por una declaración de las Cortes; pero por más que esta declaración mereciera respeto del Duque de la Victoria, él no podía prescindir de hablar a la nación en el día en que sin los sucesos del año 43 hubiera entregado el poder a Doña Isabel II; y debía hablar con tanta más razón, cuanto que el pronunciamiento de dicho año quiso imprimir en su frente la marca de la ignominia, y hasta entonces no había resistido este acto de ingratitud y venganza. El ex-Regente cumplió con este deber, y lo hizo por medio del documento que trascribimos a continuación, sobre el que nada queremos decir, porque los hechos del Duque de la Victoria como regente, han sido ya imparcialmente juzgados por la nación entera.

EL DUQUE DE LA VICTORIA,
a los españoles.

«El día 10 de octubre de 1844 es el señalado por la ley fundamental de la monarquía para que S. M. la Reina doña Isabel II entre constitucionalmente a gobernar el reino: en él, cumpliendo con una deuda de lealtad, de honor y de conciencia, debería poner en sus augustas manos la autoridad real que las Cortes, en uso de su prerrogativa constitucional, depositaron en las mías. Desde que el voto nacional me señaló entre mis conciudadanos para honrarme ensalzándome a la Regencia, deseaba que llegase este día, el más satisfactorio de mi vida pública, en que de la cumbre del poder supremo debía descender a la tranquilidad del hogar doméstico, consagrando mis últimas palabras a la gloriosa bandera de la Constitución que el pueblo había enarbolado para reconquistar su libertad, y que dos veces en este siglo, a costa de torrentes de sangre, había salvado la dinastía de sus reyes. La Providencia se ha negado a mis votos y a mis esperanzas, y en vez de hablaros en medio de la ceremonia de un acto augusto y solemne, os dirijo mi voz desde el destierro.

«El mundo entero sabe que jamás ha habido más libre, más franca y más general discusión, que la que precedió a mi nombramiento de Regente. Acepté, españoles, este cargo; no como una corona mural concedida por victorias, sino como un trofeo que el pueblo había puesto en la bandera de la libertad. Fiel observador de las leyes, jamás las quebranté, nada omití para hacer la felicidad del pueblo: cuantas leyes me presentaron las cortes, fueron sancionadas sin dilación; el ejercicio de la acción de la justicia fue independiente del gobierno, que jamás usurpó las funciones de los demás poderes públicos; y todos los manantiales de riqueza y prosperidad recibieron el impulso y protección que las circunstancias permitieron. Si alguna vez, para conservar el imperio de las leyes tuve que apelar a medidas fuertes, la justicia, no el gobierno, decidió de la suerte de los desgraciados. No descenderé a los pormenores de mi conducta como Regente: la historia me hará justicia; yo me someto a su inflexible fallo: ella dirá con una imparcialidad difícil en mis contemporáneos, si tuve otra aspiración más que el bien de mi patria, ni otro pensamiento que el de entregar en este día a la Reina Doña Isabel II una nación, próspera dentro y respetada fuera: ella dirá si en medio de las agitadas luchas de los partidos seguí otra divisa más que la de salvar la libertad, el trono y la ley, del encontrado vaivén de las pasiones: ella podrá decir las causas que detuvieron la realización de muchas útiles reformas. Cuando se prepararon nuevos disturbios, nada omití en el círculo de las leyes para evitarlos: no volveré la vista atrás; no trazaré el cuadro triste de funestos acontecimientos que todos lamentamos, y que dejándome sin medios para resistir, me obligaron a tomar asilo en un país hospitalario, protestando antes en nombre de la santidad de las leyes y de la justicia de su causa.

«Protesté, españoles, no por miras de una ambición que jamás he abrigado, sino porque así cumplía a la dignidad de la nación y a la de la corona. Representante constitucional del trono, no podía ver en silencio destruir el principio monárquico: depositario de la autoridad real, debía defenderla de los tiros que se la dirigían; personificando el poder ejecutivo, estaba en el deber de levantar la voz cuando veía hacer pedazos todas las leyes. Mi protesta tenía por objeto evitar el funesto precedente de convenir en nombre del trono en su destrucción: no era un grito de guerra, no hablaba a las pasiones ni a los partidos; era la exposición sencilla de un hecho, una defensa de los principios y una apelación a la posteridad. Alejado de vosotros, no ha habido un gemido en el reino que no haya tenido eco en mi corazón; no ha habido una víctima que no haya encontrado compasión en mi alma.

«Cuando llegue el día feliz en que pueda regresar a mi querida patria, hijo del pueblo, volveré a confundirme en las filas del pueblo, sin odios y sin reminiscencias: satisfecho de la parte que me ha cabido para darle la libertad, me limitaré en mi condición privada a gozar de sus beneficios; más en el caso de peligrar las instituciones que la nación se ha dado, la patria, a cuya voz jamás he ensordecido, me encontrará siempre dispuesto a sacrificarme en sus aras. Y si en los insondables decretos de la Providencia está escrito que debo morir en el ostracismo, resignado con mi suerte, haré hasta el último suspiro fervientes votos por la independencia, por la libertad y por la gloria de mi patria. Londres 10 de octubre de 1844.– El Duque de la Victoria

Aunque sin relación con este acto del Duque, vamos a referir aquí un suceso que ocurrió poco después de la fecha del documento que acabamos de insertar: en febrero del siguiente año. Es el caso, que la Duquesa de la Victoria tenía arrendados dos asientos en una tribuna de un templo católico, como es costumbre en Londres; y cuando nadie la había interrumpido en su posesión legítima, ocurriole hacerlo al duque de Sotomayor, embajador a la sazón de España en Londres. La Duquesa de la Victoria, a quien se intimó la orden del embajador al concurrir a una función de iglesia, viéndose tan mal tratada y ofendida en su decoro por quien debía saber los miramientos que deben guardarse con una señora, se dirigió al embajador español, y a presencia de la embajadora de Francia y otras señoras extranjeras del cuerpo diplomático, le arguyó con severidad de falta de respeto y poca cortesía: el remordimiento debió imponer silencio al duque de Sotomayor, porque nada tuvo que contestar a la justa reconvención de la Duquesa de la Victoria. Sabedor de este hecho el ex-Regente, escribió a Sotomayor una carta en que con la dureza que el agravio inferido a su señora requería, le hizo ver su falta de caballerosidad. Sotomayor quiso disculparse por medio de una larga carta que escribió a la Duquesa, y de otra no tan larga escrita al Duque, sin firma, por efecto sin duda de su atolondramiento; y así concluyó este asunto de que tan mal parado salió el entonces embajador de España en Londres.

La otra vez que pensó en política el ex-Regente, fue como hemos dicho, para dar un nuevo testimonio de lealtad al trono de Isabel II; y a propósito hablamos solo del trono sin decir nada de libertad, porque en el caso a que nos referimos, no se trataba de libertad, sino tan solo de la Reina. Sabido es que el matrimonio de la Reina con su augusto primo el infante Don Francisco de Asís quitó la última esperanza de una transición pacífica a los amigos de D. Carlos, que volvieron a pensar en librar a las armas el triunfo de sus pretensiones; pero reconociendo sin duda su impotencia, meditaron una coalición con el partido que tiene mayoría en España, de cuyo descontento no podían ellos dudar. Se hicieron, pues, proposiciones a Espartero en que los carlistas hacían el sacrificio de sus ideas, en que pasaban por el establecimiento de un gobierno tan liberal como pudiesen desearlo los progresistas, porque toda la cuestión para ellos había quedado reducida a la personalidad de su héroe. ¿Necesitaremos decir que Espartero rechazó todas esas proposiciones bañadas con el brillo seductor de concesiones liberales? Fueran o no sinceras las protestas de liberalismo de los carlistas, se trataba de Isabel II, y Espartero no podía echar un borrón sobre su brillante historia. No ha hecho el invicto Duque alarde de esta conducta, ni queremos nosotros hacerlo tomando su nombre; queremos solo dar una contestación cumplida a los que con torcidas intenciones han querido presentar en rivalidad con la Reina al que en los campos de Vergara asentó sobre bases indestructibles su trono.

La emigración se iba dilatando demasiado, y Espartero con todos sus bienes intervenidos, sostenía con dificultad su rango en una población tan cara como Londres: en este estado pensó trasladarse a Burdeos por la circunstancia de residir allí parientes de la Duquesa, no menos que por la baratura y buen clima de la población; y para llevar su pensamiento a cabo, lo hizo presente al representante del gobierno francés, de quien obtuvo no solo la promesa de que lo consultaría sin perder tiempo con su gobierno, sino la seguridad de que su gobierno accedería gustoso a la pretensión del ilustre Duque; pero el gobierno francés se encargó de hacer más cauto a su representante contestando con el silencio a su consulta. Tan miserable conducta era digna del gobierno que regía entonces y que rige todavía los destinos de la Francia, por desgracia de la Francia y de la Europa entera.

Con esta conducta miserable contrastó la noble conducta del gobierno inglés, que haciéndose intérprete de los sentimientos generosos de su reina, ofreció al pacificador de España una decorosa pensión para que pudiera vivir en Londres, demostrando con este ofrecimiento lo grata que era para la reina de Inglaterra y su gobierno, la presencia en aquella capital del invicto Duque de la Victoria. La España toda sabe que el Duque de la Victoria, tan noble como valiente, rehusó con dignidad y sin que pudiera ofenderse el decoro de la reina de Inglaterra y su gobierno, los ofrecimientos de pensión.

De todos modos al poco tiempo hubiera sido innecesaria; las cosas políticas tomaban en España un nuevo rumbo; las palabras de tolerancia y olvido se pronunciaron en las altas regiones del poder; la Reina pudo una vez manifestar sus elevados y generosos sentimientos, y se publicó una amnistía amplia para todos los delitos políticos, y con ella un decreto por el que S. M. llamando al general Espartero por sus títulos de Duque de la Victoria y Conde de Morella, le nombraba Senador: manera digna y delicada de devolver al pacificador de España lo que la reacción le había quitado. El júbilo que la nación toda experimentó a la publicación de este decreto, no necesitamos decirlo: los periódicos todos llenaron por bastante espacio de tiempo sus columnas de las felicitaciones que de todas partes se dirigían a Isabel II, porque a beneficio de sus nobles instintos y generosas insinuaciones se había reparado la mayor de las injusticias que habían aconsejado las pasiones en medio del furor reaccionario. No con menos júbilo recibió el noble proscripto la patente que le abría las puertas de su patria, y como prueba de reconocimiento y gratitud a la bondad de su Reina, la dirigió la afectuosa exposición que trascribimos.

SEÑORA:

Al recibir el real decreto del día 5, mi primer impulso ha sido manifestar a V. M., no solo mi agradecimiento por la gracia con que se ha dignado honrarme, llamándome a ocupar un puesto en el Senado, sino más particularmente la viva satisfacción que me causa el considerar que ya me es permitido dirigir la palabra a V. M.

Inclinada V. M. a conciliar los ánimos de los españoles, divididos hasta aquí por las oscilaciones políticas, la mayoría de la nación apoyará con entusiasmo un deseo tan benévolo, como es generoso; mas si por acaso hubiera obstáculos que vencer, déjese V. M. llevar de los impulsos de su corazón magnánimo; no abandone a V. M. el valor que inspiran las acciones sublimes, y no recele que los que con tanta constancia combatieron, aun antes de que V. M. pudiera comprender sus sacrificios, por defender el trono apoyado en la Constitución del Estado, abandonen a V. M. en la hora del peligro.

La nación, Señora, espera mucho de V. M., y V. M. contando con un apoyo tan esforzado como patriótico, no olvidará que es llamada a restituir su esplendor a la monarquía, y que el galardón que espera a V. M. es tan grande, como la obra que ha emprendido: un preclaro renombre y la bendición de los pueblos.

Señora, al expresar con tanta franqueza los sentimientos de que me hallo poseído, lo hago con la esperanza de que V. M., convencida de mi respetuosa veneración, ha de acoger benignamente las palabras del que con lealtad sirvió a V. M. y al Estado, del que aun lejos de su patria no ha cesado de rogar por la conservación de V. M., en que ve cifrada la conservación de la independencia española. Londres 12 de setiembre de 1847. = Señora. = A los reales pies de V. M. = El duque de la Victoria.

Sobre este documento son inútiles todos los comentarios: de la lealtad de Espartero al trono de Isabel II nadie jamás ha podido tener duda, y la exposición trascrita no es sino una nueva prueba de esa misma lealtad.

Cuando la nación española creía ver colmados sus deseos con el pronto regreso del Duque de la Victoria, he aquí que sobreviene un contratiempo a dificultarlo; y si a dificultarlo no, al menos a inducir en el ánimo de la generalidad sospechas de que lo dificultaría: el gabinete de 31 de agosto había caído a impulsos de uno de esos golpes misteriosos que tan frecuentes han sido bajo la dominación de los moderados, y le sucedió otro presidido por el general Narvaez, cuyos antecedentes, como todo el mundo sabe, no armonizaban bien con las ideas de tolerancia y legalidad de que había hecho alarde el ministerio caído. De todos modos, y sin que pretendamos entrar en el campo de las intenciones, y recorrer el de las suposiciones aventuradas, pues basta a nuestro propósito consignar aquí el mal efecto que produjo en la opinión pública la subida del duque de Valencia al poder, con relación al regreso del Duque de la Victoria, es lo cierto que el nuevo gabinete suscribió un decreto que halló extendido, por el que se nombraba embajador en Londres a este ilustre personaje: que generalmente se atribuyó al gobierno la idea de impedirle regresar a su patria por un medio indirecto, y que rehusado por el Duque de la Victoria el cargo que se le confería por razones que, fueran cualesquiera, debían ser respetadas, nuestro representante en aquella corte, bien obedeciendo a instrucciones del gobierno español, bien excediéndose de ellas, bien entendiéndolas mal, o comprendiendo mal los deseos que le manifestó el Duque de la Victoria de retrasar algún tiempo por causa de negocios particulares su regreso a España, le hizo saber que el gobierno le daría una licencia para permanecer en el extranjero; licencia que ofrecida oficiosamente, o impuesta, por mejor decir, significaba la prolongación del destierro del hombre a quien la nación española esperaba con ansia. Después el gobierno ha negado en las cortes que tal fuera su intención; pero sin que sea nuestro ánimo desmentirle, diremos que la conducta de su representante en Londres, fue lo único que dio lugar a las sospechas que el público llegó a concebir. De todos modos bien podemos felicitarnos de que el gobierno se viera en la necesidad de hacer aquella declaración, porque le arrancó otra de más importancia; la de que por parte suya no se opondría obstáculo de ninguna clase al regreso del Duque de la Victoria.

No era ya posible dudar de la palabra que el gobierno había dado en pleno parlamento; así es que en España solo se pensó desde entonces en recibir dignamente al que de ella había salido más de cuatro años antes como proscripto, mientras que en Londres se hacían los preparativos de viaje. Ya no diremos aquí las nuevas felicitaciones que con este motivo recibió Espartero, ni nos detendremos tampoco en describir la mezcla de sentimiento y alegría con que se preparaba a despedirle aquel pueblo hospitalario; haremos solo mérito de los favores que por vía de despedida le dispensó la Reina Victoria, que vienen a coronar, por decirlo así, los favores inmensos que de toda la Inglaterra recibió Espartero durante su emigración.

Por conducto del coronel Wilde, de quien ya hemos hablado, ofreció a los duques la Reina Victoria asiento en su mesa el día 27 de diciembre de 1847, siendo extensiva la invitación a pasar la noche en su palacio de Windsor, donde a la sazón se hallaba S. M. británica: tan honrosa invitación fue, como era de esperar, aceptada, y sin perder tiempo salieron los duques acompañados del coronel Wilde para Windsor Castle en un convoy especial. Se les recibió allí por la corte con las más inequívocas muestras de afecto, y durante su corta permanencia en palacio les fueron dispensadas a porfía las más finas atenciones. En la mesa, ocupó la Duquesa un asiento al lado de la Reina Victoria, y el Duque, al de la duquesa de Kent; fuera de la mesa y en sus respetivas habitaciones, la Duquesa estuvo siempre acompañada de las damas de la Reina, el Duque, de los caballeros de la corte, y a veces hasta del mismo Príncipe Alberto.

Al servirse el té, después de la comida, ocurrió un diálogo entre la Reina y Espartero, que por lo interesante y curioso debemos mencionar aquí. Manifestaba a su huésped la Reina el interés con que miraba a Isabel II y la confianza que tenía en que no la faltarían nunca los servicios del que había sabido consolidar su trono, si alguna vez llegaba a necesitarlos. El duque contestó protestando de su firme adhesión a la Reina Isabel, y añadió estas sentidas palabras dirigiéndose a la Reina Victoria. Quiera Dios señora, que mi Reina llegue a ser tan feliz en su trono, como V. M. lo es en el vuestro. –Pues qué, duque, preguntó la Reina, ¿tan feliz me creéis? –Sí señora –volvió a contestar Espartero. –Tenéis razón; soy muy feliz, y a mi felicidad contribuye no menos que el amor de mi familia, el de mis súbditos. ¡Que la Reina Isabel sea tan feliz como yo!………

A las tres de la madrugada del día siguiente 28 abandonaban los Duques el palacio de Windsor: el 29 dejaban a Londres; la Duquesa, para trasladarse a Francia, el Duque para pasar a Southampton donde le esperaba el vapor que debía conducirle al seno de su patria; patria querida que todos los atractivos de la sociedad de Londres no habían sido capaces de hacerle olvidar.

Ha concluido la emigración de Espartero: de ella vuelve el proscripto del año 43, en hombros de la popularidad: los agravios que recibió en una época de perturbación, que no debemos recordar ya nunca, han sido reparados por la mano inflexible del tiempo, que movida a impulsos de la Providencia, no consiente que se perpetúen las injusticias. Espartero esperaba y esperaba con razón: la esperanza es la convicción en una conciencia tranquila.

Espartero. Su pasado, su presente y su porvenir 1/5

I
De la cuna al Malabar

Entre los hombres que la Providencia envía al mundo de cuando en cuando para cumplir sus grandes designios, hay unos que revelan desde su infancia lo que después han de ser, y otros que no se ponen en evidencia sino de una manera tardía y en edad bastante adelantada. Lope de Vega era ya poeta cuando apenas contaba siete años, y Rousseau vivió 38 sin que ninguno sospechase en él el filósofo y el escritor que desde el año siguiente debía comenzar a ser contado entre los primeros del mundo. En la guerra del Canadá dio ya Washington pruebas inequívocas de no ser un hombre común; pero nadie adivinó su alma grande hasta mucho después de contársele en el número de los diputados enviados al congreso de Boston. Napoleón en cambio fue ya un genio desde la cuna, por decirlo así. La Providencia se conduce en esto como mas le place a sus miras, siendo a veces una circunstancia puramente casual para el vulgo, la que sirve de eslabón en sus manos para hacer brotar la centella, que lo mismo que en el pedernal, se oculta en el alma del hombre. Newton, rey de las ciencias exactas y de la física y de la astronomía, no llegó a formular la gran ley a que obedece el mundo planetario, hasta que la caída de una fruta le dio a conocer su existencia.

Espartero, el hombre del Pueblo, fue personificación de su causa desde el primer instante de su vida. Su padre fue un honrado artesano; su madre dio a luz nueve hijos, tres de los cuales fueron religiosos, pasando de plebeyos en el mundo a serlo también en la iglesia. Los demás, exceptuando una hermana que se hizo esposa del Crucificado, abrazaron el matrimonio. Los recursos de la familia eran cortos; el Pueblo es siempre pobre y honrado.

Entre todas las provincias de España, la Mancha es la más infeliz, es decir, la mas Pueblo de todas. La Providencia quiso que Espartero naciese en la Mancha, en Granátula.

Los biógrafos del ilustre ex-Regente han extrañado en su mayor parte que siendo Fernández su primer apellido, prefiriese usar el segundo, cual lo había hecho su padre, llamándose Espartero como él. Esta transformación fue instintiva, y el Pueblo no perdió nada en ella. Fernández es un patronímico, que aunque vulgarizado en el día, lleva en todas sus letras el sello de una procedencia aristócrata, y Espartero cuadraba mejor con la sencillez de costumbres y la pobreza de una familia radicada honrosamente en un pueblo, cuyos hijos en su mayoría ejercen para mantenerse entre otras industrias humildes, la más pobre de todas, la de esparto.

El hijo del honrado carretero aprendió a leer y a escribir, y después estudio latinidad, consiguiendo familiarizarse con el grande y sublime idioma de los Camilos y los Cincinatos. Hecho esto, salió de Granátula, y dirigiéndose a la ciudad de Almagro, cursó en aquella universidad dos años de filosofía: corto estudio para un hombre de letras que quiera hacer profesión de tal; pero bastante para no extrañar las injusticias de los contemporáneos en tiempos de pasiones políticas, de persecución y desgracia. Espartero, aunque muy a propósito para sobresalir en las ciencias, tenía otra misión que cumplir, y su vocación decidida le arrastraba invencible a las armas. El alzamiento contra Napoleón le dio ocasión de cumplir su gusto, y cumpliolo efectivamente, dando satisfacción a la vez a sus instintos individuales y a las exigencias que entonces imponía a sus hijos la Patria.

El hombre todo Pueblo en Granátula, fue Pueblo en el ejército también. Su primer grado fue soldado raso, sentando plaza en el batallón nominado de Ciudad Real. El epíteto de distinguido lo debió a su posición escolar, y esa misma consideración fue la que poco después le dio un lugar honroso en las filas del batallón formado en Toledo por los cursantes de su universidad. La invasión de las Andalucías obligó a la Junta Central a refugiarse en la Isla de León, y este batallón siguió el movimiento trazado por el duque de Alburquerque, cuando se dirigió al mismo punto, salvando acaso nuestra independencia con su hábil y oportuna retirada. Establecida entonces allí una academia militar de instrucción para los estudiantes y cadetes destinados a llenar el vacío que en oficiales experimentábamos, logró nuestro Espartero entrar en ella, sobresaliendo en las matemáticas, en el dibujo, en la fortificación y en todo lo que atañe a la táctica. Esto sin exención del servicio y alternando sus tareas mentales con las rudas faenas de la guerra, cerrando unas veces el libro para batirse con los imperiales, y otras dejando, para volverlo a abrir, las armas que con tanto valor y con tanto heroísmo empuñaba.

No era, sin embargo, aquella guerra sublime el teatro que la Providencia tenia destinado a Espartero para inmortalizar su nombre en él. Bravo como el que más en las lides, no consiguió pasar de subteniente, habiéndolo sido de ingenieros, previo examen y aprobación en la academia a que nos referimos. En 1814 fue nombrado teniente del regimiento de infantería provincial de Soria, merced a haber salido desairado en otros exámenes; hecho que citan sus enemigos con particular complacencia, sin recordar que el gran Covarrubias, hoy texto vivo en nuestros tribunales, fue también desairado en Salamanca al presentarse a recibir el grado de doctor en jurisprudencia.

Cumplidos sus deberes de valiente en Ocaña, Cádiz, Chiclana, Cherta, Amposta y otros puntos diversos, unas veces testigos de nuestras victorias, otras de nuestros desastres, y siempre de nuestro valor, heroísmo e indomable constancia, vino Espartero, al terminar la guerra, a Madrid, con su regimiento, permaneciendo poco tiempo en la corte, no pudiendo sufrir su alma grande el triste y repugnante espectáculo de la restauración absolutista y de la ingratitud de un monarca cuya gloria parecía cifrarse en poblar los calabozos y los presidios con todo lo más generoso, más ilustre y más liberal que entonces contenía la España. Alistado voluntariamente en la expedición destinada a pacificar las Américas, a las órdenes del general Morillo, embarcóse para Costa-firme a principios de 1815, interponiendo así entre su persona y los horrores de la tiranía un Océano por valladar, como cumplía verificarlo al hombre que andando el tiempo había de venir a ser el principal sustentáculo de la Libertad de su Patria. No le tocaba a él, siendo soldado, erigirse en juez de la pugna trabada entre nuestras colonias y el gobierno de la metrópoli, sino servir a esta y serle fiel; y servicios inmensos le prestó, y fiel le fue como no lo fueron algunos de sus hijos espurios, que le volvieron indignamente la espalda. De su valor a veces fabuloso, de su serenidad a toda prueba en medio de los riesgos mayores, y de su pericia y talento en mil diferentes sentidos, deponen la Laguna, Tarabuco, Presto, Sopachui, Inquisive, Oruro, Catana, Tarata, Moquehua, Lima, y en fin, para no hablar más, las provincias de Charcas, Pruno, Paz, Arequipa, Potosí y Cochabamba. El que había salido de España con el grado de subteniente, no es mucho que llegase a brigadier, merced a sus hechos gloriosos, a su sangre largamente vertida y a la capacidad indisputable de que tan altas muestras supo dar en aquellas rudas campañas.

Entre tanto la estrella de Bolívar llegaba a su forzoso apogeo. La esperanza, bien que falaz, de poder salir vencedores en aquella sangrienta contienda, se nos había desvanecido para siempre en la triste batalla de Ayacucho. Espartero, a quien después se ha designado como jefe del ayacuchismo, no tuvo sin embargo parte en ella; pero aunque la hubiera tenido, ¿en qué podía perjudicarle la circunstancia de pertenecer al ejército que fue derrotado? No era la fuerza de las bayonetas la que había de dejarnos airosos, aun cuando el triunfo hubiera sido nuestro. En el estado a que habían llegado las cosas antes de la vuelta del rey, la primera necesidad para restablecer en lo posible los lazos rotos por la insurrección, era proceder a tratar con aquellas apartadas regiones sobre la base de su independencia. Fernando prefirió mandar ejércitos a entrar en tratos con las colonias. Cuando quiso hacer esto, era ya tarde. Suya, no de los hombres de Ayacucho, será siempre a los ojos de la historia la responsabilidad de esa pérdida.

El héroe de Tarata y Moquehua había sido enviado a la península por el virrey Laserna en octubre de 1824, con el encargo de manifestar al rey las necesidades de aquel ejército y de pedirle la aprobación de las gracias y empleos conferidos a los que más se habían señalado en él, dándole al propio tiempo parte de lo infructuoso de las negociaciones entabladas con los Estados de Buenos Aires, en las cuales (tarde ya! lo hemos dicho), se había hecho desempeñar un papel bastante principal al mismo que el virrey enviaba. Cumplida su misión cerca de la metrópoli, tornó Espartero a embarcarse para América, sucediendo el desastre de Ayacucho mientras realizaba su vuelta. Al llegar al puerto de Quilca, estaba perdido ya todo. La vida de nuestro héroe corrió entonces gravísimo riesgo; pero los designios de la Providencia le reservaban para mayores cosas, y Dios que le había salvado más de una vez milagrosamente en los sangrientos campos de batalla, escudole ahora de nuevo, libertándole del patíbulo que las autoridades de Bolívar se preparaban a levantarle, apoderándose de su persona y cargándole de cadenas en una inmunda cárcel de Arequipa. Salvo de este último riesgo en aquellas remotas comarcas, despidiose de ellas para siempre a fines de 1825, y obtenido su pasaporte, zarpó en Quilca con rumbo para España.

En Madrid fue mal acogido, y la razón era muy sencilla: Espartero se había distinguido en América, tanto o más que por sus hazañas y por sus elevados talentos, por su ferviente liberalismo; y el gobierno de un rey absoluto no podía transigir con un hombre digno hijo del Pueblo al partir, digno hijo del Pueblo al volver. Destinado de cuartel a Pamplona, fijó su residencia en este punto, permaneciendo en él más de dos años.

El militar que juega con su vida, bien puede jugar su dinero: el que perdona aquella a su enemigo en medio del furor del combate, natural es también que cuando gane poniéndose a jugar con un contrario, se muestre galante con él, remitiéndole lo que pierde. La pasión por el juego ha sido siempre compañera inseparable de la guerra, y Espartero fue jugador, tan jugador como buen guerrero. Si esto es vicio, preciso es confesar que en llegando a una cierta altura, exige en quien lo tiene alma grande. Una de las mejores novelas del célebre Jorge Sand tiene un héroe por protagonista, y es héroe porque es jugador. Temerario nuestro guerrero en las lides, fue también temerario en el juego: generoso en los campos de batalla, no dio en este menos pruebas de tal. La fortuna favoreció su generosidad y su audacia, y Espartero volvió a España rico. Con el oro que le acompañaba, otro hubiera comprado una condesa: el gallardo hijo del Pueblo pensó de otra manera, y dio su mano a otra hija del Pueblo como él; a la hija de un comerciante, a la bella y virtuosa Jacinta. Fue esto en 1827. Esa hija del Pueblo, andando el tiempo, deberá a su belleza, a su talento y a sus virtudes, y a las virtudes, capacidad, valor y altas hazañas de su esposo, verse elevada al rango de Duquesa.

De Pamplona pasó este a Logroño, y de esta población a Barcelona, trasladándose de aquí a Palma con el regimiento infantería de Soria, cuyo mando le fue conferido, siendo su coronel-brigadier cuando la muerte de Fernando VII el que al restituirse a la Península lo era ya desde 1823. Rico cual entonces lo era, poco hubiera costado a Espartero obtener ascensos mayores de la dominación absolutista si la hubiera querido adular; pero el liberal en América, siguió liberal en España, y sus medros no podían venir sino cambiando las instituciones.

Estas modificaron su rumbo después de la muerte del rey, y Espartero pidió al gobierno le permitiese desenvainar su espada en defensa de la Libertad, simbolizada en Isabel II, y combatida por los sectarios de Carlos V y de la Inquisición. El futuro Regente del Reino obtuvo el permiso impetrado, y desembarcando en Valencia, mostróse digno de su antiguo nombre, derrotando y prendiendo a Magraner en las cercanías de Játiva. Nombrado comandante general de Vizcaya a principios de 1834, y luego mariscal de campo, y después jefe de la 5.ª división, bastará para justificar sus ascensos, recordar los encuentros de Miravalles, Ceberio, Orozco, Ibarra, Salva, Dima, Santa Cruz de Vizcariz, Mendata, Riogitia, Arrieta, Larrabeuca, Arrechabalonga, Murguía y Lemona; las sorpresas de Marquina, Guernica, Murguía, Urigoiti, Baquio y Bosque de Iparer; el socorro dado a Bermeo; la persecución de Sopelana y Castor; y las acciones de Baramba, Guernica, Durango, Bermeo, Oñate, Cenaurri, Barceña, Sodupe, Rigoitia, Ceberio, Elorrio, Artaza, Alturas de Arrieta y de Plencia, Orozco y Peña de Gorbea: hechos todos, sin contar otros varios, ocurridos durante dicho año, en que tanto se señaló, sin que esto fuese más que el preliminar de la bella parte de gloria que en 1835 había de caberle en Ormastegui, en Villareal de Zumárraga, donde tantos peligros corrió; en Villaró, teatro igualmente de grave riesgo para su existencia; en los campos de Arrigorriaga, regados como los de Villareal con su ardiente y heroica sangre; y antes de esto, en los dos socorros dados a la invicta Bilbao, y en la batalla de Mendigorria, en la cual y en el último de aquellos, tocole ser no más que concurrente.

Empeñarnos en trazar los pormenores de todos estos hechos gloriosos, sería inacabable materia, y lo que en 1836 no digan por sí solos Orduña, Unza, Arlaban, Burón y Luchana en pro del teniente general, del general en jefe del ejército del Norte, del, a pesar de encontrarse enfermo, libertador invicto de Bilbao, no la dirán el año siguiente en favor del ya conde de Luchana y capitán general de ejército, las alturas de Santa Marina, cuyo triunfo decidió herido; la acción de Durango, en que su alma estuvo tan sana y entera, como enfermo y decaído su cuerpo; la gloriosa retirada de Zornoza, y los combates de Hernani, Urnieta, Andoain, Lecumberri, Muzquiz de Imoz, Aranzueque, Retuerta y Huerta del Rey, los más de ellos persiguiendo al Pretendiente. La causa de la Libertad no podía ser vencida en España ante las huestes del oscurantismo mientras conservase su aliento el que de tal manera las barría; el que en 1838 tanto ilustró su nombre en Balmaseda, en Mediana, en Orriana, en Piedrahita, y sobre todo en Peñacerrada. ¿Quién mejor que él podía conducir a la victoria nuestros ejércitos reunidos? No en vano se fiaron a su diestra las riendas del poder militar más grande que ha existido en España desde la guerra de la Independencia y del mando conferido a Wellington. ¡Tornos, Ramales, Guardamino, Orduña, Villareal, Urquiola, Durango, Corte del Pretendiente…! ¿no es verdad que no ha habido en lo que va corrido del siglo para ninguno de nuestros generales gloria mayor que la de Espartero en 1839, cuando después de hacer ondear sobre vosotros el pendón santo de la Libertad, terminó la guerra civil con un genial e inesperado abrazo en los célebres campos de Vergara? Vanamente se sostienen algunos de los que quieren dilatarla aún. Los campos de Elizondo y Urdax presencian las últimas bascas de la agonía del Pretendiente, siendo inútil que en 1840 quiera galvanizar el cadáver de la monarquía absoluta su adalid postrero, Cabrera. Tras Segura cae Castellote; tras el allanado baluarte, cuya frente se alza en los confines del suelo aragonés y valenciano, rinde Berga su cerviz igualmente, postrándose a los pies del gran caudillo Duque de la Victoria y de Morella.

¡Mas ay! no eran los campos de batalla el único teatro en que Espartero debía abatir la bandera enarbolada por los enemigos de la emancipación popular. Tras el absolutismo sin máscara, venía el despotismo con careta, y este era más temible que aquel, por lo mismo de velar la opresión con las formas de la Libertad. Uno de nuestros partidos, enemigo declarado del Pueblo y de todas sus garantías, quería convertir en dinástica una lid de principios en su esencia, y ese partido pretendió atraerse la espada del invicto campeón para convertirla en sostén de espurias y retrógradas miras. Espartero las había burlado en las tentativas primeras puestas en juego para fascinarle, viéndose precisados los mismos que ahora deprimen su capacidad a reconocerla y muy alta en el mero hecho de dar el nombre de conducta intrigante, a la hábil y prudente manera con que supo romper sus redes, esquivar sus torpes halagos, burlar su calculado artificio, y minar en fin diestramente el no mal construido edificio de sus maquiavélicas tramas. Este primero y desgraciado éxito no los desalentó sin embargo, y acabada la guerra civil, apuraron todas sus artes para hacerle abjurar de la causa que con tan incansable tesón había sin cesar defendido. ¡Vano afán! El hombre del Pueblo no podía coaligarse con los engañadores del Pueblo. Su corazón había ardido siempre por la causa de la Libertad, lo mismo en su pobre Granátula bajo una chaqueta de paño, que en la universidad de Toledo bajo las escolares bayetas, o en la guerra de la Independencia y en las campañas de América bajo el uniforme adornado con las cruces de Alburquerque, Chiclana y 2.° ejército, con las de Torata y Moquehua, San Fernando y San Hermenegildo. ¿Apagaría ahora sus latidos bajo las de Mendigorría, Luchana, Hernani y Peñacerrada, bajo las grandes de Isabel la Católica, Carlos III, Baño y Torre y Espada, o bajo el peso del Toisón de Oro, del Gran cordón de la Legión de Honor, y del manto de grande de España? Así lo creyeron los hombres acostumbrados a vender al Pueblo, cuando no por un puñado de oro, por una posición o por un título; pero el héroe de Luchana y Morella, prefirió confundirse con él, a volverle indignamente la espalda, y arrojóles indignado a la cara todas sus mercedes y honras, ya que estaban tan empeñados en traducirlas como justo derecho a la más servil gratitud. Su dimisión no le fue admitida por la augusta persona que entonces regía los destinos de España, ni esa persona conoció el abismo que estaban abriendo a sus pies consejeros inicuos o imbéciles. El Pueblo vio que sus libertades iban a ser minadas por su base promulgándose la ley de ayuntamientos, y esa ley se promulgó sin embargo, y la insurrección estalló. Combatido el bajel del Estado en aquella tormenta sin náufragos, desamparó Cristina el gobernalle, temiendo ser contada entre ellos. Fue esto una ilusión de su mente, mas bien puede en una señora disculparse tal aprensión. Las olas del Pueblo irritado no amenazaban sumergir a nadie, salvo a los que la aconsejaban tan mal; pero por inofensivas que fuesen respecto a la augusta Regenta, no estaba en lo humano evitar que hallándose con ellos a bordo, participase un tanto del mareo producido por las oleadas.

Abdicado el poder por Cristina, era lógica consecuencia que Espartero empuñase el timón, y aún que lo recibiese de sus manos, como así se verificó. ¿Quién entre los hombres notables que entonces tenía el país, podía presentar más justos títulos a erigirse en Regencia y en Gobierno? Trasladado a Madrid desde Valencia con el precioso depósito que Cristina le había confiado entregándole a Isabel y a Fernanda, compartió tiernamente con ellas la ovación con que pocos días antes había sido recibido en la corte, y bien pronto el congreso y el senado, convirtiendo en normal y permanente el carácter provisional de que había venido revestido como jefe del Ministerio-Regencia, eligiéronle con aplauso general en único Regente del Reino. Los votos del Pueblo español quedaron ampliamente cumplidos; pero Espartero cometió una falta, y fue limitarse a Regente, cuando según hemos dicho arriba, debía también ser Gobierno. La teoría constitucional que deja a los ministros esto último como cargo suyo exclusivo, no dando al rey otra atribución que la de reinar meramente, es una de tantas quimeras importadas del reino vecino, donde a pesar de proclamarse tanto, hay un Luis Felipe que gobierna desmintiendo ese principio en la práctica, si no siempre en bien del país, al menos con notoria habilidad, con indisputable talento. Constitucional Espartero hasta un extremo supersticioso, dobló con respeto la frente ante semejante doctrina, juzgándose tanto más en el caso de practicarla religiosamente, cuanto más obligado se creía a no extralimitarla ni un ápice, no habiendo nacido monarca, sino haciendo las veces de tal. Los bellos sentimientos de su alma y la pureza de sus intenciones resplandecen aquí de una manera que inspiran sorpresa y asombro. ¿Qué mas hubiera podido hacer Washington, a ser Regente de una monarquía? Pero Espartero estaba desde entonces condenado a caer, como dice uno de nuestros escritores contemporáneos, abrazado con la Constitución. Los enemigos de la Libertad, al menos en el grado que el Pueblo tenía derecho a esperarla, advirtieron el lamentable flanco que el Regente dejaba en descubierto, y aprovecharon admirablemente su inacción constitucional. Espartero sabía, a no dudarlo, que el bando vencido en setiembre se agitaba subterráneamente, extendiendo sus ramificaciones hasta la corte del vecino reino, donde tenía su principal apoyo, y dejole no obstante conspirar, y aun darse el santo y seña a su vista, sin osar cortarle los vuelos, temeroso de que se dijera que vejaba a los ciudadanos antes de dar estos motivo a procedimiento ninguno en contra de sus personas. Con esto cobraron mas ánimo, siguiendo adelante en sus planes, no ya en la oscuridad de la noche, sino a la clara luz del mediodía, pudiendo señalarse con el dedo los que habían trabajado a la zapa, los que habían cargado la mina para volar aquella situación, y los que habían de prenderla fuego. El palacio de Buena-Vista estaba estremeciéndose ya sobre el volcán abierto a sus pies, y el guardador de la Constitución seguía cruzado de brazos con la serenidad del guerrero y la calma impasible del justo, decidido a volar con las ruinas antes que adelantarse al estrépito y castigar a los que todavía no habían cometido en su concepto delito por el cual mereciesen que él les retirase su égida; égida destinada a proteger aun, en sus enemigos mas pérfidos, la seguridad personal. En la noche del 7 de octubre de 1841 rompió por fin el anchuroso cráter, y rompió por donde menos podía esperarse de parte de unos hombres que al epíteto de constitucionales han antepuesto siempre el de monárquicos: ¡rompió al pie del Palacio Real! La Milicia Nacional de Madrid salvó la Libertad y la Reina: los moderados desde aquella noche juraron el exterminio de la Milicia. La ley juzgó a los principales conspiradores: los moderados redoblaron su odio a la ley que los condenaba. Espartero partió para las provincias Vascongadas con el fin de apagar en ellas la llama de la insurrección, no sin perdonar generoso a los conspiradores secundarios: los moderados miraron aquel acto de clemencia como el medio más a propósito para retoñar nuevamente en sentido conspirador.

Y retoñaron efectivamente, y tanto pudieron sus artes, que lograron dividir el partido simbolizado en el ilustre Duque, y esa división les dio un triunfo que no hubieran alcanzado sin ella. No entraremos en pormenores relativos a un suceso tan triste, y cuya memoria no es dado que pueda servir al progreso sino para robustecer más y más los vínculos al fin restablecidos en la desgracia común. Hay épocas de fascinación y de vértigo decretadas por la Providencia en sus inescrutables designios, y una de esas épocas fue la que nos trajo esa división. Sus efectos alcanzaron a todos, y todos hemos aprendido en ella, habiéndole debido un gran bien, y es la depuración del partido. Los apóstatas ocultos que teníamos se pasaron al bando contrario; los buenos se quedaron con los buenos; nuestras filas son hoy una falange donde no es ya posible la discordia. ¿Nos atreveremos a acusar al cielo por haber de ese modo dispuesto la reorganización progresista, convirtiendo un mal momentáneo en el principal elemento de la ulterior y común ventura? La irrupción de los bárbaros del norte reanimó una sociedad moribunda cuando más amenazaba matarla: la irrupción de los moderados ha reanimado el progreso cuando menos vida tenía. La humanidad triunfó de los primeros, y triunfará también de los segundos. ¿Cómo prevalecer contra ella los falsarios de la Libertad?

Tolerante a par que político, aprobó el Regente del Reino la conducta de las tropas pronunciadas y no pronunciadas en 1840; solícito y buen administrador, dispuso la centralización de fondos; conocedor del espíritu del siglo, decretó la revisión de las ordenanzas militares, a fin de armonizarlas con él; enemigo de mandar por la fuerza, redujo el personal del ejército; ansioso de tener una base para gobernar con acierto, mandó la formación de una estadística; protector de los intereses materiales, dio su aprobación al tratado de la libre navegación del Duero; compadecido de los contribuyentes, eximiolos de varias gabelas, e hizo cuanto de él dependió por reformar el sistema tributario; elevándose a la región de las ideas y de los intereses morales, dio el decreto mandando erigir un glorioso panteón de hombres ilustres; representante de la Libertad, honró en varias disposiciones la memoria de los restauradores del gobierno representativo, y respetó la imprenta hasta un extremo que no tiene ejemplo en la historia; conocedor profundo de los bienes que resultan de la desamortización, sancionó la ley de las Cortes, relativa a la enajenación de las fincas del clero secular; guardador de la dignidad nacional, hízola respetar a los extranjeros, inclusos los mismos ingleses, por quien los moderados decían que estaba supeditado, y la sostuvo firme y noblemente ante el espíritu ultramontano, obligando a la curia romana a rendir el debido homenaje a la soberanía del país, amenazada de sus invasiones; leal a su reina querida, mirola en su orfandad como padre, en su dignidad como súbdito, en su sexo como caballero; hombre todo de ley, finalmente… ¿pero a qué recorrer uno por uno los rasgos que en tantos sentidos hicieron notables sus actos mientras desempeñó la Regencia? El Pueblo los conserva en su memoria, y el Pueblo sabe bien hasta qué punto hubieran hecho su felicidad, a no haberse interpuesto entre ellos y su desarrollo ulterior, la siniestra y maquiavélica mano, que tendiendo la oliva de paz a nuestros engañados amigos, encubrió con sus hojas la palanca destinada a remover de su asiento la firme base en que se afianzaban las instituciones políticas que se había dado el país.

Descendido de su altura Espartero, vino todo a tierra con él. Aun tenía un pie en nuestras playas, mientras el otro se avanzaba al Betis, y ya el suelo retemblaba al estrépito del sacudimiento espantoso producido por tamaña caída. En el Betis extendió su protesta contra la fuerza que le derribaba, trasladándose luego al Malabar. El solemne y majestuoso saludo de la artillería británica, fue a la vez un homenaje al Regente, y una triste salva de duelo a la suerte reservada al país, privado de su mas robusto apoyo, del sostenedor más leal de la Constitución y la Reina.

Espartero. Su pasado, su presente y su porvenir 0/5

En seis publicaciones voy a ir dejando la transcripción del este documento, encontrado entre los papeles que tengo de Espartero, de la publicación de 1848 Por la redacción de El Espectador y El Tío Camorra, Imprenta de D. Julián Llorente, calle de Alcalá, núm. 44.

Al ilustre Duque de la Victoria
en prueba de adhesión y respeto
Los autores


Recomendamos a nuestros lectores la obra que en otro lugar anunciamos, titulada Espartero, su pasado, su presente y su porvenir.» «Espartero, su pasado, su presente, su porvenir, por la redacción de el Espectador y el Tío Camorra. Este folleto destinado a rendir un tributo de respetuoso afecto al ilustre pacificador de España, no menos que a dar una idea justa y filosófica de la importancia inherente a su nombre; consta de cinco capítulas cuyos títulos son los siguientes: 1º De la cuna al Malabar. 2º Cuatro años de emigración. 3º El regreso del proscrito. 4º Quince días en Madrid. 5º Significación política y porvenir de Espartero. El capítulo 4º está escrito en verso, y en variedad de estilo y metros por el Tío Camorra. El folleto en edición de lujo aparecerá en uno de estos próximos días. Su tamaño será 8.° mayor prolongado, y su precio 5 rs. en Madrid y 6 en provincias. Constará por lo menos de 80 páginas. Los que quieran suscribirse podrán hacerlo en Madrid en la redacción de todos los periódicos progresistas: El Eco del Comercio, calle del Fomento, núm. 1, cuarto bajo; Clamor Público, calle de la Cabeza, núm. 36, cuarto bajo; Siglo, Plazuela de la Villa, núm. 107; La Prensa, calle del Prado, núm. 4, cuarto principal de la izquierda; Espectador, calle de Jardines, núm. 16, cuarto bajo; Tío Camorra, Pasadizo de San Ginés, núm. 3, cuarto principal, y en todas las librerías a donde se suscribe a dichos periódicos; y en provincias en casa de los corresponsales del Espectador Tío Camorra. Nota. Los que se suscriban en Madrid, no tendrán que adelantar el precio del folleto, sino que lo abonarán cuando les sea llevado a domicilio: y los de provincias tampoco tendrán necesidad de abonar su importe, sino cuando lo reciban.» (El Clamor Público, periódico del partido liberal, Madrid, viernes 18 de febrero de 1848, págs. 1 y 4. Eco del Comercio, Madrid, viernes 18 de febrero de 1848, pág. 4.)