El Encaje de Bolillos, artesanía, arte tejido en hilo elaborado en nuestra tierra. El encaje de bolillos que brota de las manos de nuestras queridas Granatuleñas, y en todo el Campo de Calatrava, mujeres que en la almohadilla cruzan los hilos, clavan las agujillas y hacen renacer en nuestros oídos ese resonar de los palillos que prestan su apellido a esta preciada artesanía.
Cuándo y dónde nació el encaje de bolillos ha sido y, prácticamente, sigue siendo un pequeño misterio. Las múltiples teorías discuten su aparición desde los siglos XVI o XVII hasta fechas muy anteriores. Y, de igual modo, tradicionalmente, se ha asignado a Asiria la creación de las pasamanerías y de todos los trabajos artísticos de nudos precursores de los encajes a la aguja y, a Egipto, la invención de los encajes de bolillos. Aunque, otras tesis otorgan el mérito a Grecia, desde donde se difundió por el Mediterráneo, fundamentalmente a Italia, Persia y Arabia.
Orígenes tan difusos han permitido que España, Italia y Flandes mantengan, desde antiguo, una larga disputa por atribuirse la invención de esta labor. No obstante, se sabe que, desde el siglo XV, largas caravanas de mercaderes iban de Auvernia a España; de ésta, a Italia y, de allí, a Flandes (y a la inversa) comprando y vendiendo encajes por donde pasaban. Diversos estudios atribuyen la aparición del Encaje en la Mancha a la implantación en Almagro de los Fugger, Fúcares en la lengua Castellana, aquellos banqueros holandeses que llegaron a España y que se acomodaron en Almagro haciendo negocio no sólo con la banca sino también con las minas de azogue.
En la actualidad, diversos documentos demuestran la existencia de un encaje español en épocas remotas, con anterioridad a otros países europeos. Tan antiguos como los tejidos del ajuar funerario de la Cueva de los Murciélagos, en Albuños (Granada), donde se encontraron más de cincuenta esqueletos vestidos con atuendos de esparto realizados con tejidos especiales. O las pinturas rupestres del Paleolítico que presentan figuras humanas con adornos flotantes, a modo de flecos. que debieron hacerse con tejidos de fibras vegetales, cabellos y correas y desarrollaban nuevas técnicas (trenzado, punto de malla y costura).
Desde ese momento, el encaje recibió diversas denominaciones. Los más antiguos, hechos con fibras y destinados a la decoración, hacen referencia al género pasamanería, cuya técnica agrupaba torsiones, cruces, trenzas, tramados y guipures, a los que se unieron, más tarde, puntos anudados y bucleados. Más tarde, en la Edad Media y el Renacimiento se utilizaron los vocablos randa y cairel. Precisamente, del siglo XI, un trozo de tela de la casulla de Santo Domingo de Silos evidencia el desarrollo de los encajes de oro y, concretamente, posee uno de guipur, de hilos metálicos, en forma de franja.
La palabra encaje, como tal, no hizo su aparición hasta la primera mitad del siglo XVI, y quería significar «una labor tramada, encajada entre dos telas». Fueron momentos en los que el uso del encaje se extendió por todas las clases sociales (siglos XV, XVI y XVII), hasta el punto que los reyes promulgaron un decreto para limitarlos. Así, en la primera mitad del siglo XVII, Felipe III prohibió el uso de blondas y encajes, lo que hizo decaer la producción y el comercio, sobre todo, en La Mancha. Y Carlos II, en 1667, dispuso incrementar la introducción de géneros extranjeros.
En el siglo XVIII, el encaje de bolillos se vio amenazado por las máquinas capaces de reproducir sus modelos, mas no fue hasta los primeros años del XIX cuando un tejedor de Lyon, José María Jacquard, inventó una máquina de tejer encajes. Los primeros sólo eran fondos que se adornaban posteriormente a mano; pero, luego, consiguió obtener encajes donde se incluía la decoración.