Colaboración de Eulogio Carretero Bordallo
La Encantá
Me lo contó mi abuela el día de San Juan. Aquella mañana había puesto una palangana llena de agua en medio del patio. “Todavía no se ve nada”, decía mi abuela asomándose. Nosotros en nuestros juegos por el patio, de cuando en cuando nos asomábamos al pasar por la palangana y veíamos el reflejo de el sol en el agua.
“¿Qué se ve. Que se tiene que ver?”. Le preguntábamos. Había surgido su efecto. Estábamos curiosos, intrigados a su alrededor. ¡Que había echado en la palangana… Mi abuela entre sus macetas, regando sus tiestos: los geranios, las lilas, la hierbabuena, los rosales, al albahaca, los pericones, las enredaderas, las calas… Nunca he visto unas calas tan mimadas. Nunca he visto unas plantas con tanta ilusión cuidadas.!
“Hoy es San Juan, decía. ¿No habéis visto nunca la Encantá…?” La Encantá era una cueva que había en el cerro a un kilómetro del pueblo. Larga y estrecha, que al fondo tenía una charquilla de agua que no se secaba nunca.
¡He dicho “era”, como si ya no existiera. Que curioso, como si hubiese dejado de ser. Y no es cierto. Existe aún, pero… ¿dónde existe?. No sé en que lugar de la memoria ha quedado. ¿Será, que ha perdido su significado?. Algunas cosas solo tienen sentido en ciertos momentos de la vida. O mejor, solo existen en la inocencia de la infancia, después, será que pierden su encanto, dejan de existir. Y es cierto, hoy me duele el comprobar que ya no existe. Que todo ha quedado, como tantas cosas que van quedando en el olvido. En esa caja cerrada que ya no abres. Que ya no quieres abrir, por miedo, a no ser cierto y romper su encanto. Por que te parece mentira. Un sueño…!
Digo bien, era una cueva que había en el cerro, y vuelvo al patio donde me había quedado siguiendo el hilo de mi memoria. Mi abuela entre sus macetas… “¿No sabéis, que hay una Encantá en la cueva?”. Se nos quedaba mirando con unos ojos grandes, espantados, misteriosos. “¡Una mujer…! bajaba la voz, hasta conseguir intrigarnos. Paralizarnos. Cortarnos la respiración. ¡…Una mujer, que nadie ha visto. –Miraba las flores de reojo- Que nadie sabe donde se esconde… Y que todos los años, en el día de San Juan se la puede ver desde la carretera a la entrada de la cueva, peinando sus largos cabellos ante un espejo! ¿Habéis visto como huele la hierbabuena…?”
Nos quedábamos boquiabiertos, perplejos ante tanto misterio. Metía las manos entre el verdor de las plantas y cortaba unos tallos. Nos lo acercaba. Lo olíamos. ¡Ah… cierro los ojos. Aún puedo olerlo en el aire! Respirábamos. Podíamos respirar, imaginando los largos cabellos de la Encantada, a veces rubios a veces morenos enredados entre sus dedos, largos… ¡Como olían las flores en el patio!.
“¿Nunca habéis visto a la luna y al sol besándose en la palangana del agua?” Volvíamos a abrir los ojos admirados. Respirando los efluvios de la hierbabuena. “…Pues ya lo estáis viendo.” decía mi abuela sonriente, llena de luz. Cercada de una aureola, como habiéndolo hecho aparecer con su varita mágica. Y era cierto. Ahí estaba el sol mordido como una galleta por un extremo. “¿Veis?, ese trozo que le falta al sol, es la luna” decía.
“¿Y todos los años, en el día de San Juan, se ve a la luna y al sol besándose en la palangana del agua?” preguntábamos. ¡Que gracia. Que ingenuos! Había sucedido el hechizo, la magia. Ese encanto con que a veces mi abuela solía adornarse, ante nuestras ingenuas miradas. Mi abuela tenía algo de esa magia que solían tener las abuelas de antes.
Verdaderamente que el día de San Juan era un día mágico. Yo sé que hoy incluso, me volvería a resultar curioso alguna de sus cosas. Un día, desde por la mañana, tenía mi abuela un pollo muerto en el patio. La gallina clueca, según decía se había echado encima de el y lo había asfixiado. Nosotros en nuestros juegos por el patio, de cuando en cuando, lo mirábamos al pasar a su lado. “Dejarlo, dejarlo, no lo toquéis,” nos decía. Estaba muerto, no se había movido en toda la mañana. Pero mi abuela, no resignándose nunca a ese tipo de accidentes, siempre tenía su remedio. Le había metido una pimienta mojada dentro del pico y lo había dejado allí en medio a ver si surgía su efecto. Cuando nos dábamos cuenta, en una de nuestras curiosas miradas teníamos la sensación de haberle visto como un tic. Como queriendo tragar saliva o como mover la cabeza o encoger una pata. Pero no, no era posible. Estaba muerto. Nos cansábamos de esperar. No sucedía nada extraño y terminábamos por marcharnos aburridos. ¡Mi abuela y sus cosas. Que gracia! Y cuando más tranquilos estábamos ¡El pollo. El pollo!. Se le oía gritar y salía el pollo corriendo por el patio. ¡El pollo. El pollo! decíamos eufóricos, escandalizados, corriendo detrás de él. “Dejarlo, dejarlo. No lo cojáis…” salía mi abuela en su defensa. Se metía en el corral y se perdía entre los demás. “Mira. Mira, aquel es. El que se esconde. El que está al lado del otro…” decíamos. Se nos confundía, se nos perdía, se nos olvidaba. Se nos ha ido olvidando, como tantas cosas que van quedando en el olvido. En esa caja cerrada que ya no abres. Que ya no quieres abrir, por miedo, a no ser cierto y romper su encanto. Porque te parece mentira. Un sueño…
Había sucedido la magia, el milagro. La resurrección de la vida y de la muerte. Era cierto, Lázaro, había resucitado. Cristo, había resucitado. El milagro de los panes y los peces, era cierto. Y el andar sobre las aguas, también era cierto. Los milagros, el mal de ojo, lo que decía el Catecismo, la Biblia, los Mandamientos, la Santa Madre Iglesia, todo era cierto. Se habían realizado… Nosotros, el día de San Juan nos íbamos encantados por la carretera arriba hacía el cerro, mirando hacia la Cueva de la Encantá y nunca veíamos nada. ¡Hombres de poca fe. Teníamos que tocar la llaga con el dedo, para convencernos.!
¡Hoy, me pregunto sino serán estas historias, de abuelas y filibusteros entre otras cosas, las que nos terminan atando a la vida tan misteriosamente.!
(Fue un eclipse de sol parcial, que sucedió el día de San Juan, allá por el año 1967.)
Eulogio Carretero Bordallo.